“Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos”.
La liturgia nos regala para hoy, como lectura
evangélica, el pasaje de la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 1-3.11b-32). Esta
es la tercera de las llamadas parábolas de la misericordia que ocupan el
capítulo 15 de Lucas (junto a las de la “oveja perdida” y la “dracma perdida”).
Cabe señalar que la lectura incluye los versículos uno al tres, que no forman
parte de la parábola en sí, pero nos apuntan a quiénes van dirigidas estas
parábolas: a nosotros los pecadores.
Esta parábola, conocida también como la del padre misericordioso, es una de las más conocidas y comentadas del Nuevo Testamento, y siempre que la leo viene a mi mente el comentario de Henri M. Nouwen en su obra El regreso del hijo pródigo; meditaciones ante un cuadro de Rembrandt(lectura recomendada):
“Ahora,
cuando miro de nuevo al anciano de Rembrandt inclinándose sobre su hijo recién
llegado y tocándole los hombros con las manos, empiezo a ver no solo al padre
que «estrecha al hijo en sus brazos,» sino a la madre que acaricia a su niño,
le envuelve con el calor de su cuerpo, y le aprieta contra el vientre del que
salió. Así, el «regreso del hijo pródigo» se convierte en el regreso al vientre
de Dios, el regreso a los orígenes mismos del ser y vuelve a hacerse eco de la
exhortación de Jesús a Nicodemo a nacer de nuevo”.
He leído
este párrafo no sé cuántas veces, y siempre que lo hago me provoca un
sentimiento tan profundo que hace brotar lágrimas a mis ojos. Es el amor
incondicional de Dios-Madre, que no tiene comparación; que no importa lo que
hagamos, NUNCA dejará de amarnos con la misma intensidad. No hay duda; de la
misma manera que Dios es papá (Abba), también se nos muestra como “mamá”.
De ese modo, el regreso al Padre nos evoca nuestra niñez cuando, aún después de
una travesura, regresábamos confiados al regazo de nuestra madre, quien nos
arrullaba y acariciaba con la ternura que solo una madre es capaz.
Así, de la
misma manera que el padre de nuestra parábola salió corriendo al encuentro de
su hijo al verlo a la distancia y comenzó a besarlo aún antes de que este le
pidiera perdón, nuestro Padre del cielo ya nos ha perdonado incluso antes de
que pequemos. Pero para poder recibir ese perdón acompañando de ese caudal
incontenible de amor maternal que le acompaña, tenemos que abandonar el camino
equivocado que llevamos y emprender el camino de regreso al Padre. Eso,
queridos hermanos, se llama conversión, la metanoia de que nos habla san
Pablo.
Y ese día
habrá fiesta en la casa del Padre, quien nos vestirá con el mejor traje de
gala, y nos pondrá un anillo en la mano y sandalias en los pies (recuperaremos
la dignidad de “hijos”).
La Cuaresma
nos presenta la mejor oportunidad de emprender el viaje de regreso a la casa
del Padre. Les invito a que recorramos juntos ese camino, con la certeza de que
al final del camino vendrá “Mamá” a nuestro encuentro y nos cubrirá con sus
besos. Y ese camino comienza en el confesionario. Reconcíliate; verás qué rico
se siente ese abrazo…
El pasaje evangélico que leemos en la liturgia
para hoy (Lc 6,36-38) comienza diciéndonos que seamos “compasivos” (otras
traducciones dicen “misericordiosos”) como nuestro Padre es compasivo. La
compasión, la misericordia, productos del amor incondicional; el amor incondicional
que el Padre derrama sobre nosotros (la “verdad” en términos bíblicos). La
“medida” que se nos propone.
En otra ocasión Jesús nos decía: “Sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. (Mt 5,48). Y esa
perfección solo la encontramos en el amor; en amar sin medida; como el Padre
nos ama. Ese Padre que es compasivo y siempre nos perdona, no importa cuánto
podamos faltarle, ofenderle, fallarle. Ese Dios que siempre se mantiene fiel a
sus promesas no importa cuántas veces nosotros incumplamos las nuestras. En la
primera lectura, tomada del libro de Daniel (9,4b-10), escuchamos al profeta
“confesando” a Dios sus pecados y los de su Pueblo: “Señor, nos abruma la vergüenza:
a nuestros reyes, príncipes y padres, porque hemos pecado contra ti. Pero,
aunque nosotros nos hemos rebelado, el Señor, nuestro Dios, es compasivo y
perdona”.
En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos hace
un llamado a la conversión, a dar vuelta del camino equivocado que llevamos y
cambiar de dirección (el significado de la palabra metanoia que san
Pablo utiliza para “conversión”) para seguir tras los pasos de Jesús. Y si
vamos a seguir los pasos de Jesús, si aspiramos a parecernos a Él (Cfr. Gál 2,20), buscamos en las
Escrituras cómo es Él, y encontramos que es el Amor personificado. ¡Ahí está la
clave! Para ser perfectos como el Padre es perfecto, tenemos que amar a nuestro
prójimo como el Padre nos ama, como Jesús nos ama.
La primera lectura nos refiere a la
misericordia de Dios hacia nosotros. Nos da la medida. El Evangelio nos refiere
a la relación con nuestro prójimo. “Sed compasivos como vuestro Padre es
compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis
condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una
medida generosa, colmada, remecida, rebosante”. No se nos está pidiendo nada
que Dios no esté dispuesto a darnos. “Así como yo los he amado, ámense también
ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34).
Examino mi conciencia. ¡Cuántas veces soy
intolerante! ¡Cuántas veces, pudiendo ser compasivo me muestro inflexible!
¡Cuán presto estoy a juzgar a mi prójimo sin mirar sus circunstancias, su
realidad de vida! ¡Cuántas veces condeno la mota en el ojo ajeno y no miro la
viga en el mío (Lc 6,41)! ¡Cuántas veces le niego el perdón a los que me faltan
(“perdona nuestras ofensas…”), y le niego una limosna al que necesita o, peor
aún, le niego un poco de mi tiempo (el pecado de omisión; el gran pecado de
nuestros tiempos)!
Le lectura evangélica termina diciéndonos: “La
medida que uséis, la usarán con vosotros” (Cfr.
Mt 25-31-46). Estamos viviendo un tiempo de conversión y penitencia en
preparación para la celebración de la Pascua de Resurrección. La Palabra de hoy
nos enfrenta con nuestra realidad y nos invita al arrepentimiento y a tornarnos
hacia Dios. “Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados” (Antífona del
Salmo).
“Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
“Sed perfectos, como vuestro Padre celestial
es perfecto”. Con esa frase pronunciada por Jesús termina la lectura evangélica
que la liturgia nos propone para hoy (Mt 5,43-48). Y esa perfección se
manifiesta en el amor que Dios prodiga a toda la humanidad, sin distinción, aún
sobre los que no le conocen, aquellos que lo ignoran, aquellos que lo odian,
aquellos que blasfeman contra Él. Esa es la medida que se nos exige. ¡Uf!
“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu
prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros
enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre
que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la
lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio
tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?”
La ley del amor. Jesús la repite sin
cansancio. No podemos acercarnos a Él sin toparnos de frente con ese mensaje.
Jesús nos ofrece la filiación divina (¡qué regalo!). Hay un solo requisito:
amar; amar sin distinción y sin excepciones, especialmente a aquellos que nos
hacen la vida imposible, aquellos que nos traicionan, nos odian, aquellos que
son “diferentes”… Y más aún, orar por los que nos persiguen, los que nos hacen
daño. Tú nos has mostrado el camino: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen” (Lc 23,34). ¡Señor, qué difícil se nos hace seguirte!
Tú siempre nos hablas claro, sin dobleces: “Les
doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he
amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34). ¿No será eso
nada más que un sueño, un ideal, una ilusión, una quimera, una ingenuidad de Tu
parte, Señor?
Pero Tú nunca nos pides nada que no podamos
lograr; y mientras más difícil la encomienda, más cerca de nosotros estás para
ayudarnos. En este caso nos dejaste el Espíritu de Verdad que iba a venir y
hacer morada en nosotros: “Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito
para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo
no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen,
porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14,16-17).
Durante este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos
invita a la conversión. Esa conversión de corazón es una obra de la Gracia de
Dios. Como nos dice el libro de las Lamentaciones: “Conviértenos Señor, y nos
convertiremos” (Lm 5,21). Y esa Gracia que obra la conversión en nosotros la
recibimos cuando le abrimos nuestro corazón a ese Espíritu de la Verdad y le
permitimos que haga morada en nosotros; ese Espíritu que es el Amor entre el
Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros. Solo entonces podremos decir con
san Pablo: “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
«Ponte en marcha y ve a la gran ciudad de Nínive; allí les anunciarás el mensaje que yo te comunicaré».
La primera lectura que nos brinda la liturgia para hoy está tomada del libro de Jonás (3,1-10), y para comprenderla tenemos que ponerla en contexto. Afortunadamente el libro de Jonás es corto (apenas dos páginas). Nos narra la historia de este profeta que es más conocido por la historia del pez que se lo tragó, lo tuvo tres días en el vientre, y luego lo vomitó en la tierra (!!!!), que por la enseñanza que encierra su libro.
Lo cierto es que Yahvé envió a Jonás a profetizar a Nínive: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y clama contra ella, porque su maldad ha llegado hasta mí” (1,2). Jonás se sintió sobrecogido por la magnitud de la encomienda, pues Nínive era una ciudad enorme para su época, de unos ciento veinte mil habitantes (4,11), que se requerían tres días para cruzarla (3,3). Decidió entonces “huir” de Yahvé y esconderse en Tarsis. Precisamente yendo de viaje a Tarsis en una embarcación es que se suscita el incidente en que lo lanzan por la borda y Yahvé ordena al pez que se lo trague.
Jonás había desatendido la vocación (el “llamado”) de Yahvé. Pero Yahvé lo había escogido para esa misión y, luego de su experiencia dentro del vientre del pez, en donde Jonás experimentó una conversión (2,1-10), lo llama por segunda vez: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y anúnciale el mensaje que yo te indicaré”.
Jonás emprendió su misión, pero esta vez consciente de que era un enviado de Dios, anunciando Su mensaje: “Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida”. Tan convencido estaba Jonás de que su mensaje provenía del mismo Yahvé, que los Ninivitas lo recibieron como tal, se arrepintieron de sus pecados, e hicieron ayuno y se vistieron de saco (hicieron penitencia). Esta actitud sincera hizo que Yahvé, con esta visión antropomórfica (atribuirle características humanas) de Dios que vemos en el Antiguo Testamento: “se arrepintiera” de las amenazas que les había hecho y no las cumpliera.
Dos enseñanzas cabe destacar en esta lectura. Primero: ¿cuántas veces pretendemos ignorar el llamado de Dios porque nos sentimos incapaces o impotentes ante la magnitud de la misión que Él nos encomienda? Recordemos que Dios no escoge a los capacitados para encomendarles una misión; Dios capacita a los que escoge, como lo hizo con Jonás, y con Jeremías, y Samuel, y Moisés, etc. Si el Señor nos llama, nos va a capacitar y, mejor aún, nos va acompañar en la misión.
Segundo: Vemos cómo el Pueblo de Nínive se arrepintió, ayunó e hizo penitencia, logrando el perdón de Dios. No fue que Dios se “arrepintiera” pues Dios es perfecto y, por tanto no puede arrepentirse. De nuevo, estamos ante la pedagogía divina del Antiguo Testamento, con rasgos imperfectos que lograrán su perfección en la persona de Jesús. El tiempo de Cuaresma nos invita a la conversión y arrepentimiento, que nos llevan a ofrecer sacrificios agradables a Dios, representados por las prácticas penitenciales del ayuno, la oración y la limosna.
No hagamos como los de la generación de Jesús, que serían condenados por los de Nínive, quienes se convirtieron por la predicación de Jonás mientras que los ellos no le hicieron caso a la predicación del Hijo de Dios (Evangelio de hoy – Lc 11,29-32).
“El tentador se le acercó y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes»”.
Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese
tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los
pecadores, a reconciliarnos con Él. Nuestra débil naturaleza humana, esa
inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la
tentación.
La primera lectura (Gn 2,7-9;3,1-7) nos
presenta la primera caída del hombre cuando, seducidos por la serpiente, el
hombre y la mujer se dejaron arropar por la soberbia y quisieron ser como Dios
(ya no necesitarían de Él). De esa manera entró el pecado al mundo, a la
humanidad; el pecado original.
Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre,
experimentó también en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios, se vio
libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación. Pero
logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno. De
paso, en un acto de misericordia, conociendo nuestra inclinación al pecado, nos
dejó el sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de
estar en comunión plena con el Dios uno y trino (Jn 20,23).
La lectura evangélica de hoy (Mt 4,1-11) nos
presenta la versión de Mateo de las tentaciones en el desierto. En el lenguaje
bíblico el desierto es lugar de tentación, y el número cuarenta es también
simbólico, un tiempo largo e indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”.
Así, vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras
vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de
Jesús, que quedará manifestado al final de la Cuaresma con su muerte y
resurrección.
La lectura nos presenta al diablo tentando a
Jesús en el desierto. Hacia el final, Jesús sintió hambre, fue entonces cuando el
maligno redobló su tentación (siempre actúa así). Aprovechándose de esa necesidad
básica del hombre, y reconociendo que Jesús es Dios y tiene el poder, le
propuso convertir una piedra en pan para calmar el hambre física. Creyó que lo
tenía “arrinconado”. Pero Jesús, fortalecido por cuarenta días de oración y
ayuno, venció la tentación.
Del mismo modo Jesús vence las otras dos
tentaciones del diablo: primero tentándolo para que haga alarde de su divinidad
saltando al vacío sin que su cuerpo sufra daño alguno, y luego prometiéndole poder
y gloria terrenales a cambio de postrarse ante él. Finalmente, el diablo tuvo
que retirarse del lugar sin lograr que Jesús cayera en la tentación.
La versión de Lucas de este pasaje (4,1-13)
dice que el demonio se marchó “hasta otra ocasión”. Así mismo se comporta con
nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido la tentación, cuando
ya el maligno está buscando la forma de tentarnos nuevamente, “como un león
rugiente” (Cfr. 1 Pe 5,8), pendiente
al primer momento de debilidad para atacar. Y una vez averigua cuál es nuestro
flanco débil, por ahí nos va a atacar siempre.
Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión,
tiempo de penitencia, tiempo de reconciliación. Durante este tiempo la liturgia
nos invita a tornarnos hacia Él con confianza para decirle: “Misericordia, Dios
mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi
delito, limpia mi pecado” (Sal 50).
Reconcíliate con Dios, reconcíliate con tu
hermano… Hoy es el día, mañana puede ser muy tarde.
«Sígueme»… Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió.
“Cuando destierres de ti la opresión, el gesto
amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies
el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se
volverá mediodía. El Señor te dará reposo permanente, en el desierto saciará tu
hambre”. Con este oráculo del Señor comienza la primera lectura que nos
presenta la liturgia de hoy (Is 58, 9b-14).
Continuamos en la tónica de las prácticas
penitenciales a las que se nos llama en el tiempo de Cuaresma. Este pasaje que
leemos hoy nos evoca aquel del profeta Oseas: “Porque yo quiero amor y no
sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos (6,6)”. Jesús se hará eco
de este pasaje en Mt 12,7: “Si hubieran comprendido lo que significa: Misericordia
quiero y no sacrificio”.
Nos encontramos ante el imperativo del amor
que constituye el fundamento y el objeto del mensaje de Jesús. Jesús nos está
invitando a ayunar de todas las cosas que nos apartan de Él, de todo
sentimiento o actitud que nos aparte de nuestros hermanos, pues “cada vez que
lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40).
Por eso, cada vez que nos despojamos de todo
sentimiento y actitud negativos contra nuestro prójimo, cada vez que “partimos
nuestro pan” con el hambriento, nuestra luz “brillará en las tinieblas” (Cfr. Mt 5,15; Lc 11,33), y “el Señor en
el desierto saciará nuestra hambre”. Cuando hablamos de partir nuestro pan con
el hambriento, no se trata solo de saciar su hambre corporal, implica también
compartir nuestro tiempo, brindar consuelo y apoyo al necesitado, y enseñar al
que no sabe. Entonces Él saciará nuestra hambre de Él mismo en el desierto de
nuestras vidas.
Como podemos apreciar, todas las obras de
misericordia, tanto corporales como espirituales, no son más que
manifestaciones del Amor de Dios que se derrama sobre y a través de nosotros a
toda la humanidad.
La lectura evangélica (Lc 5,27-32) nos
presenta la versión de Lucas de la vocación de Leví (Mateo). Mateo era un
hombre embebido en la rutina diaria de su trabajo como cobrador de impuestos.
Pero al cruzar su mirada con la de Jesús, y escuchar su voz instándole a
seguirle, comprendió en un instante que su vida, como él la conocía, no tenía
sentido, que había “algo más”, y ese algo era Jesús. Jesús y el amor
incondicional que percibió en Su mirada.
El publicano, odiado por todos, contado, junto
con las prostitutas y los criminales entre el grupo de los “pecadores” por la
sociedad del tiempo de Jesús, se sintió amado, tal vez por primera vez en su
vida. Mateo comprendió de momento cuán vacía había sido su vida hasta entonces.
Y allí y entonces, aquél amor que percibió en la mirada de Jesús abrasó su alma
y provocó su conversión. “Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió”.
La Iglesia nos llama a la conversión durante
la Cuaresma. Y la liturgia de hoy nos da la fórmula. Fijemos nuestros ojos en
la mirada amorosa de Jesús, y abramos nuestros corazones a Su amor
incondicional. ¿Quién puede resistirse?
Hoy celebramos el miércoles de ceniza. Comenzamos el tiempo “fuerte” de Cuaresma.
Durante este tiempo especial la Iglesia nos invita a prepararnos para la
celebración de la Pascua de Jesús.
La Cuaresma fue inicialmente creada como la
tercera y última etapa del catecumenado, justo antes de recibir los tres
sacramentos de iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía.
Durante ese tiempo, junto a los catecúmenos, la iglesia entera, los ya
bautizados, vivían como una renovación bautismal, un tiempo de conversión más
intensa.
Como parte de la preparación a la que la
Iglesia nos invita durante este tiempo, nos exhorta a practicar tres formas de
penitencia: el ayuno, la oración y la limosna. Estas tres formas de penitencia
expresan la conversión, con relación a nosotros mismos (el ayuno), con relación
a Dios (la oración), y a nuestro prójimo (limosna). Y las lecturas que nos
brinda la liturgia para este día, nos presentan la necesidad de esa “conversión
de corazón”, junto a las tres prácticas penitenciales mencionadas.
La primera lectura, tomada del profeta Joel
(2,12-18), nos llama a la conversión de corazón, a esa metanoia de que hablará Pablo más adelante; esa que se da en lo más
profundo de nuestro ser y que no es un mero cambio de actitud, sino más bien
una transformación total que afecta nuestra forma de relacionarnos con Dios,
con nuestro prójimo, y con nosotros mismos: “oráculo del Señor, convertíos a mí
de todo corazón con ayunos, llantos y lamentos; rasgad vuestros corazones, no
vuestros vestidos”.
En la misma línea de pensamiento encontramos a
Jesús en la lectura evangélica (Mt 6,1-6.16-18). En cuanto a la limosna nos
dice: “cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen
los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la
gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio,
cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así
tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
Respecto a la oración: “Cuando oréis, no seáis
como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las
esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya
han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto,
cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve
en lo secreto, te lo recompensará”.
Y sobre el ayuno nos dice: “Cuando ayunéis, no
pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer
ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga. Tú,
en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu
ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu
Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”.
Al igual que la conversión, las prácticas
penitenciales del ayuno, la oración y la limosna, han de ser de corazón, y que
solo Él se entere. Esa es la única penitencia que agrada al Señor. La
“penitencia” exterior, podrá agradar, y hasta impresionar a los demás, pero no
engaña al Padre, “que está en lo escondido” y ve nuestros corazones.
Al comenzar esta Cuaresma, pidamos al Señor
que nos permita experimentar la verdadera conversión de corazón, al punto que podamos
decir con san Pablo: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Cfr. Gal 2,20).
«En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20)
Queridos hermanos y hermanas:
El Señor nos vuelve a conceder este año un tiempo propicio para prepararnos a celebrar con el corazón renovado el gran Misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal y comunitaria. Debemos volver continuamente a este Misterio, con la mente y con el corazón. De hecho, este Misterio no deja de crecer en nosotros en la medida en que nos dejamos involucrar por su dinamismo espiritual y lo abrazamos, respondiendo de modo libre y generoso.
1. El Misterio pascual, fundamento de la conversión
La alegría del cristiano brota de la escucha y de la aceptación de la Buena Noticia de la muerte y resurrección de Jesús: el kerygma. En este se resume el Misterio de un amor «tan real, tan verdadero, tan concreto, que nos ofrece una relación llena de diálogo sincero y fecundo» (Exhort. ap. Christus vivit, 117). Quien cree en este anuncio rechaza la mentira de pensar que somos nosotros quienes damos origen a nuestra vida, mientras que en realidad nace del amor de Dios Padre, de su voluntad de dar la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). En cambio, si preferimos escuchar la voz persuasiva del «padre de la mentira» (cf. Jn 8,45) corremos el riesgo de hundirnos en el abismo del sinsentido, experimentando el infierno ya aquí en la tierra, como lamentablemente nos testimonian muchos hechos dramáticos de la experiencia humana personal y colectiva.
Por eso, en esta Cuaresma 2020 quisiera dirigir a todos y cada uno de los cristianos lo que ya escribí a los jóvenes en la Exhortación apostólica Christus vivit: «Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez» (n. 123). La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por el poder del Espíritu Santo es siempre actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren.
2. Urgencia de conversión
Es saludable contemplar más a fondo el Misterio pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible sólo en un «cara a cara» con el Señor crucificado y resucitado «que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad.
Así pues, en este tiempo favorable, dejémonos guiar como Israel en el desierto (cf. Os 2,16), a fin de poder escuchar finalmente la voz de nuestro Esposo, para que resuene en nosotros con mayor profundidad y disponibilidad. Cuanto más nos dejemos fascinar por su Palabra, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él.
3. La apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos
El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto. Esta nueva oportunidad debería suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y sacudir nuestra modorra. A pesar de la presencia —a veces dramática— del mal en nuestra vida, al igual que en la vida de la Iglesia y del mundo, este espacio que se nos ofrece para un cambio de rumbo manifiesta la voluntad tenaz de Dios de no interrumpir el diálogo de salvación con nosotros. En Jesús crucificado, a quien «Dios hizo pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21), ha llegado esta voluntad hasta el punto de hacer recaer sobre su Hijo todos nuestros pecados, hasta “poner a Dios contra Dios”,como dijo el papa Benedicto XVI (cf. Enc. Deus caritas est, 12). En efecto, Dios ama también a sus enemigos (cf. Mt 5,43-48).
El diálogo que Dios quiere entablar con todo hombre, mediante el Misterio pascual de su Hijo, no es como el que se atribuye a los atenienses, los cuales «no se ocupaban en otra cosa que en decir o en oír la última novedad» (Hch 17,21). Este tipo de charlatanería, dictado por una curiosidad vacía y superficial, caracteriza la mundanidad de todos los tiempos, y en nuestros días puede insinuarse también en un uso engañoso de los medios de comunicación.
4. Una riqueza para compartir, no para acumular sólo para sí mismo
Poner el Misterio pascual en el centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de idolatría.
Hoy sigue siendo importante recordar a los hombres y mujeres de buena voluntad que deben compartir sus bienes con los más necesitados mediante la limosna, como forma de participación personal en la construcción de un mundo más justo. Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo. Podemos y debemos ir incluso más allá, considerando las dimensiones estructurales de la economía. Por este motivo, en la Cuaresma de 2020, del 26 al 28 de marzo, he convocado en Asís a los jóvenes economistas, empresarios y change-makers, con el objetivo de contribuir a diseñar una economía más justa e inclusiva que la actual. Como ha repetido muchas veces el magisterio de la Iglesia, la política es una forma eminente de caridad (cf. Pío XI, Discurso a la FUCI, 18 diciembre 1927). También lo será el ocuparse de la economía con este mismo espíritu evangélico, que es el espíritu de las Bienaventuranzas.
Invoco la intercesión de la Bienaventurada Virgen María sobre la próxima Cuaresma, para que escuchemos el llamado a dejarnos reconciliar con Dios, fijemos la mirada del corazón en el Misterio pascual y nos convirtamos a un diálogo abierto y sincero con el Señor. De este modo podremos ser lo que Cristo dice de sus discípulos: sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14).
Roma, junto a San Juan de Letrán, 7 de octubre de 2019 Memoria de Nuestra Señora, la Virgen del Rosario
“¿Por qué esta generación reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”.
“En aquel tiempo, se presentaron los fariseos
y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo
del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: “¿Por qué esta generación
reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”. Los
dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla” (Mc 8,11-13). Este corto pasaje
que nos propone la liturgia para hoy lunes de la sexta semana del tiempo
ordinario como lectura evangélica, nos invita a reflexionar sobre nuestra fe.
Aquellos se negaban a aceptar el anuncio de
Reino de parte de Jesús porque les faltaba fe, que no es otra cosa que “la
garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Gál 11,1). Sabemos
por los relatos evangélicos que Jesús era un maestro del debate. Imagino que
cuando los fariseos se sintieron acorralados ante los argumentos contundentes
de Jesús, en un intento de quedar bien delante de los que les escuchaban,
decidieron ponerle a prueba exigiendo un signo del cielo. Un riesgo para ellos
y una tentación para Jesús; la oportunidad de demostrar su poder, como cuando
el demonio tentó a Jesús en el desierto luego de ayunar por cuarenta días: “Si
eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes” (Mt 4,3).
Pero Jesús no vino a demostrar su poder sino a servir, a dar su vida por la
salvación de todos. Los milagros que hace son producto de su amor y
misericordia infinitos, no para demostrar su poder.
Aun así, los que decidimos seguir al Señor y
proclamar su Palabra, en ocasiones nos sentimos frustrados y quisiéramos que
Dios mostrara su poder y su gloria a todos, para que hasta los más incrédulos
tuvieran que creer, experimentar la conversión. Y es que se nos olvida la cruz…
Si fuera asunto de signos, las legiones celestiales habrían intervenido para
evitar su arresto y ejecución (Cfr.
Jn 18,36). El que vino a servir y no a ser servido no necesita más signo que su
Palabra.
Hoy que tenemos la Palabra de Jesús, sus
enseñanzas, y su Iglesia con los sacramentos que Él instituyó, tenemos que
preguntarnos: ¿Es eso suficiente para creer, para moverme a una verdadera
conversión, o me gustaría al menos un “milagrito” para afianzar esa
“conversión”? ¿Acaso no basta el milagro que se efectúa sobre el altar cada vez
que las especies eucarísticas se convierten en el cuerpo, la sangre, el alma y
la divinidad de Jesús? ¡Ah!, pero para percibir ese milagro hace falta fe…
Pienso en esos “televangelistas” con su
espectáculo multitudinario en el cual los ciegos recuperan la vista, los
tullidos caminan, los sordos recuperan la audición y el habla, etc., etc., y me
pregunto: ¿Acaso los que presencian esos portentos creerían igual si no
tuvieran esos “signos”? La Buena Noticia del Reino, ¿necesita de “signos” visibles
para ser creída? Esas personas creen creer porque “ven”… (Cfr. Jn 20,25). ¿Es eso fe?
A veces el verdadero milagro consiste en la
felicidad que produce el saberse amado por Dios en medio de la enfermedad, del
dolor, de las dificultades y de las pérdidas, y confiar en su promesa de Vida
eterna.
Con la celebración del Bautismo del Señor en
el día de ayer, concluyó el Tiempo de Navidad. Hoy comenzamos el Tiempo
Ordinario. Corresponde la liturgia dominical de este año el Ciclo A, y a las
lecturas de feria (diarias) las del Año Par.
Durante el tiempo de Navidad la liturgia nos
fue presentando a un Jesús que ha llegado y se ha manifestado en dos epifanías
distintas. Ya ha comenzado su misión.
Hoy nos presenta a un Jesús que pasó la prueba
de las tentaciones en el desierto. Juan ha sido arrestado, y Jesús comienza a
predicar la Buena Nueva del Reino, haciendo un llamado a la conversión: “Se ha
cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el
Evangelio”. La tarea es formidable y Él sabe que su tiempo es corto. Llegó el
momento de reclutar sus primeros discípulos, y la lectura evangélica que nos
lanza de lleno en el Tiempo Ordinario, nos narra ese episodio (Mc 1,14-20).
Se trata de la vocación (“llamado”) de Simón
(Pedro) y su hermano Andrés, y Santiago y su hermano Juan (los hijos del
Zebedeo). Jesús escoge sus primeros discípulos de entre los pescadores, y utiliza
la pesca, y el lenguaje de la pesca, para simbolizar la tarea que les espera a
los llamados. Nos dice el pasaje que a los primeros les dijo “Venid conmigo y
os haré pescadores de hombres”. Siempre que escucho esta frase recuerdo a un
párroco español que tuvimos en nuestra comunidad por muchos años, que en su
inglés de Castilla la Vieja describía nuestra misión como “fishing and fishing”.
La escritura no nos dice qué le dijo a los
segundos, pero debe haber sido algo similar. Lo cierto es que los cuatro, sin
vacilar, dejaron las redes, y los segundos incluso dejaron a su padre (Cfr. Lc 14,26), para seguir a Jesús. Esto
nos evoca el pasaje de Jeremías (20,7): “¡Tú me has seducido, Señor, y yo me
dejé seducir!” De nuevo esa mirada… ¡imposible de resistir! Y ese seguimiento
implicaba, por supuesto, aceptar el reto que Jesús les lanzó junto con la
invitación: convertirse en “pescadores de hombres”.
Como hemos dicho en ocasiones anteriores, el
seguimiento de Jesús tiene que ser radical, no hay términos medios (Cfr. Ap 3,15-16). Con ese pensamiento
comenzamos el Tiempo Ordinario. Esa es la prueba de fuego para determinar si
verdaderamente vivimos la Navidad, o si simplemente nos limitamos a celebrar
las fiestas.
Jesús nos llama a ser pescadores de hombres,
pero ello implica dejar nuestras “redes” que solo nos sirven para pescar las
cosas del mundo. ¿Estamos dispuestos a aceptar el reto?
“Señor Dios nuestro: Tú nos invitas a
nosotros, discípulos hoy de tu Hijo, a convertirnos totalmente al Evangelio y a
ayudar a extender tu Reino. Danos corazones abiertos al Evangelio y generosidad
para compartirlo con los hombres de nuestros días. Te lo pedimos por medio de
Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que vive contigo y con el Espíritu
Santo, un solo Dios, por los siglos de los siglos” (Oración colecta).