En este vídeo compartimos varios consejos o recomendaciones para el rezo del santo Rosario, incluyendo cómo mantener la concentración durante su recitación para obtener el máximo provecho de esta poderosa oración.
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La lectura evangélica (Mc 2,1-12) que nos
brinda la liturgia para hoy nos presenta la continuación de la misión de Jesús.
Ya Él había ganado fama por los prodigios que estaba obrando, y donde quiera
que fuera la gente se le acercaba para que les curara a ellos o a sus seres
queridos.
En el pasaje de hoy encontramos a Jesús
regresando a Cafarnaún. Tan pronto llegó a la casa y se corrió la voz, llegó
tanta gente que no cabían en el lugar. “Acudieron tantos que no quedaba sitio
ni a la puerta”. La escritura hace énfasis en que Jesús “les proponía la
palabra”. El anuncio del Reino. El tema central de la predicación de Jesús.
Estando allí llegaron unos hombres que traían
a un amigo paralítico para que Jesús lo curara. “Llegaron cuatro llevando un
paralítico y, como no podían meterlo, por el gentío, levantaron unas tejas
encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con
el paralítico”. Ellos creían en el poder sanador de Jesús. Y esa fe les hizo
actuar de conformidad con esa creencia.
Este pasaje nos lleva a una cuestión
fundamental de la fe. Aunque muchas veces usemos los términos indistintamente,
una cosa es creer y otra tener fe. Son dos cosas distintas.
Yo puedo creer, pero si no actúo de
conformidad con lo que creo, no tengo fe. La fe es la que me hace actuar, y esa
actuación es la que hace que el poder de Dios se manifieste. La fe es el
“gatillo” que dispara el poder de Dios. Si yo no actúo conforme a lo que creo
nunca veré el poder de Dios. Por eso la fe es algo que “se ve”, como lo fue la
de aquellos que llevaron su amigo ante Jesús para que éste le curara. Ellos
creían, y actuaron conforme a lo que creían. No se limitaron a creer que Jesús
podía curar a su amigo; actuaron acorde a dicha creencia. Tan seguros estaban
que llegaron al extremo de treparlo al techo, hacer un boquete en el techo, y
descolgarlo hasta enfrente de Jesús. Es de notar que la escritura nos dice que
“Viendo Jesús la fe que tenían”, primero dice al paralítico: “Hijo, tus pecados
quedan perdonados”, y más adelante: “Levántate, coge tu camilla y vete a tu
casa”.
La frase clave es “VIENDO Jesús la fe que
tenían”. De nada nos sirve creer en Dios si esa creencia no se convierte en un
acto que demuestre lo que creemos. Si nos limitamos a “creer” y nos cruzamos de
brazos, nunca veremos manifestarse la gloria de Dios. Un ejemplo lo tenemos en
Zacarías, el padre de Juan en Bautista. Cuando Dios le dejó saber que su esposa
concebiría y daría a luz un hijo a pesar de su esterilidad y avanzada edad, si
él se hubiese cruzado de brazos y no se hubiese juntado con su esposa Isabel,
esta no habría concebido y dado a luz.
Señor que mi fe se “vea”, de manera que todo
el que se acerque a mí, vea la manifestación de tu poder y crea. Por Jesucristo
nuestro Señor.
Jesús continúa su misión. En la lectura que
nos presenta la liturgia de hoy (Mc 1, 40-45) vemos la reacción de Jesús ante
un leproso que se presenta ante Él y le pide que lo cure: “Si quieres, puedes
limpiarme”, le dice el leproso. Un acto de fe. Jesús se conmueve ante la
situación del leproso: “Sintiendo lástima (la palabra griega utilizada
significa “conmovido en las entrañas”), extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero:
queda limpio’”.
De todos los evangelistas, Marcos es quien más
acentúa la dimensión humana de Jesús. Marcos habla con toda naturalidad de las
emociones intensas de Jesús, mientras que Mateo y Lucas tienden a omitirlas o
mitigarlas en los pasajes paralelos (comparar este pasaje con los relatos
paralelos en Mt 8,3 y Lc 5,12). Asimismo, en el pasaje de la curación del
hombre con la mano paralizada, los fariseos estaban al acecho para ver si
curaba en sábado para poder acusarle; entonces, mirándolos en torno a todos
“con indignación (οργης = ira)” dice al paralítico: “extiende la mano…” (comparar
Mt 12,13 y Lc 6,10).
No hay duda. Jesús es un hombre que comparte
nuestras emociones. Pero también es Dios. Y Marcos no desaprovecha ninguna
oportunidad para adelantar el objetivo de su relato evangélico: Demostrar que
Jesús es el Hijo de Dios y presentarlo como el gran taumaturgo o hacedor de
milagros (Él sólo hace lo que en la mitología requiere de muchos).
Hay otro detalle que quisiéramos resaltar. La
lectura nos dice que Jesús “tocó” al leproso, algo que chocaba con la ley,
rayando en el escándalo. La lepra era la peor enfermedad de la época de Jesús.
Nadie podía acercarse ni tocar a los leprosos. De hecho, los leprosos estaban
aislados, marginados de la sociedad. Caminaban haciendo sonar una campana mientras
gritaban: “¡Impuro, impuro!”, para que todos se alejasen (Cfr. Lv 13,45). Aun así, el leproso decide acercarse a Jesús.
Reconoce su poder. Jesús, por su parte, quiere dejar establecido que el amor,
la misericordia, están por encima de la ley, como cuando cura en sábado (Mc 3,
1-6; Lc 13-14).
La lectura nos dice que Jesús, luego de curar
al leproso le pide que no se lo diga a nadie: “No se lo digas a nadie; pero,
para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo
que mandó Moisés”. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san
Marcos. Está claro que Jesús no quiere hacer alarde de su poder. Tampoco quiere
comprometer su misión.
Como todo el que ha tenido un encuentro
personal con Jesús, el leproso no puede contener su alegría. Tiene que
compartir su experiencia con todos. “Cuando se fue, empezó a divulgar el hecho
con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en
ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas
partes”.
Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con
Jesús? Si de veras lo has tenido, no podrás contener las ganas de compartir esa
experiencia con todos. De eso se trata…
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mc 1,29-39) es la continuación de la leíamos ayer, en la que
Jesús curó a un endemoniado. Entre ambas, nos narran un día completo en la vida
de Jesús.
Hoy encontramos a Jesús que sale de la
sinagoga y se dirige a casa de Pedro. El que ha tenido la oportunidad de
visitar Cafarnaúm sabe que la casa de Pedro no dista mucho de la sinagoga, al
punto que de una se ve la otra.
Al llegar a la casa de Pedro, Jesús encuentra
a la suegra de Pedro enferma con fiebre. Inmediatamente la cura y ella sin
dilación se pone a servirles. Jesús continúa manifestando su poder sobre la
enfermedad, pero sobre todo su compasión y misericordia infinitas. Vemos cómo
la suegra de Pedro se pone a servirles tan pronto es curada. Un reflejo de la actitud
fundamental de Jesús, que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Un
reflejo de lo que debería ser nuestra actitud (Cfr. Gál 2,20) para con nuestro prójimo.
Tan pronto se enteró la gente de que Jesús
estaba allí, comenzaron a traerle enfermos y endemoniados y Él los cura a
todos, liberándolos de sus dolencias físicas y de sus demonios. Esa es la
misión de Jesús, junto al anuncio de la Buena Noticia del Reino. Y hoy Jesús
continúa curando nuestras dolencias y deshaciendo toda clase de obstáculos e
impedimentos a nuestra salvación; esos “demonios” que nos alejan de Él. Tan
solo tenemos que acercarnos a Él.
Finalizada la jornada, de madrugada, hizo lo
que tantas veces lo vemos hacer en los evangelios: “se marchó al descampado y
se puso a orar”. Ese diálogo constante de Jesús con el Padre que caracteriza
toda su misión. Jesús vivió en un ambiente de oración. Así, a manera de
ejemplo, comenzó su vida pública con una oración en su bautismo (Lc 3,22). Del
mismo modo culminó su obra redentora, en la última cena, pronunciando una
oración de acción de gracias sobre las especies eucarísticas (Mt 26,26-29; Mc
14,22-25; Lc 22,19-30, 1 Co 11,23-25). Más adelante, hacia el final de su
misión redentora, se retiró al huerto de Getsemaní a solas a orar (Mt
26,36-44).
Podemos decir que la actividad salvadora de
Jesús se “alimentaba” constantemente del diálogo amoroso con su Padre.
Igualmente, antes de tomar cualquier decisión importante, como cuando fue a elegir
a los “doce”, pasó toda la noche en oración (Lc 6,12). Son tantas las
instancias en que Jesús oraba, que sería imposible enumerarlas todas,
incluyendo al realizar muchos de sus milagros.
Con el ejemplo del pasaje de hoy, Jesús nos
está enseñando que podemos y debemos conjugar la oración con nuestro trabajo (ora et labora). Él siempre, aún en los
días de más actividad como el que nos narra la lectura de hoy, sacaba tiempo
para hablar con el Padre. “Fabricaba” el tiempo, aún a costa de sacrificar el
sueño (“se levantó de madrugada”). Me recuerda a Santo Domingo de Guzmán,
fundador de la Orden de Predicadores, que pasaba las noches en vela orando
después de una larga jornada de predicación. Y nosotros, ¿le dedicamos al Padre
el tiempo que Él merece? ¿Podrías dedicarle al menos cinco minutos hoy? Anda,
¡Él te espera!
La primera lectura para hoy (1 Sam 1,9-20) es
continuación de la de ayer, y nos presenta la oración de Ana, madre de Samuel,
quien le pedía un hijo al Señor, y cómo Dios escuchó su oración: “Ana concibió,
dio a luz un hijo y le puso de nombre Samuel”.
Como Salmo (1Sam 2,1.4-5.6-7.8abcd), la
liturgia nos presenta el “cántico de Ana”, que ésta entona luego del nacimiento
de Samuel, y guarda un paralelismo asombroso con el Magníficat que la Virgen María proclama al escuchar de labios de su
prima Isabel decir: “¡Feliz la ha creído que se cumplirían las cosas que le
fueron dichas de parte del Señor!”. Les invito a leer con detenimiento este
hermoso cántico de Ana y compararlo con el Magníficat:
“Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder
se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu
salvación. Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen
de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos
engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos
queda baldía. El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da
la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que
herede un trono de gloria”.
El mensaje es claro: Aquél que pone su
confianza en el Señor, el que “ha creído que se cumplirían las cosas que le
fueron dichas de parte del Señor”, verá la Gloria de Dios manifestarse en su
vida. Así lo vivió Ana. María lo llevó un paso más allá. Ana tuvo que unirse a
su esposo Elcaná para concebir, como otras tantas mujeres estériles que nos
presentan las Sagradas Escrituras quienes concibieron gracias a la intervención
divina (para Dios nada es imposible). En el caso de María, la llena de gracia, la
concepción y nacimiento de Jesús representan la culminación: nacido de una
mujer virgen, un regalo absoluto de Dios.
La lectura evangélica (Mc 1,21-28) nos presenta a ese hijo, Jesús, en pleno ministerio “enseñando” en la sinagoga de Cafarnaún, en donde todos se quedaban asombrados, especialmente porque “porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad”. Él está consciente de que los profetas y la Ley adquieren plenitud en su persona y su mensaje (Cfr. Mt 5,17). Él es el hijo a quien el Padre ha entregado todo (Mt 11,27). Por eso tiene autoridad para expulsar demonios, como de hecho lo hace en la lectura de hoy. Los propios demonios así lo reconocen: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”.
Ana concibió a pesar de su esterilidad y María
concibió siendo virgen porque creyeron. Jesús prometió a “los que crean”, el
poder de expulsar demonios (Cfr. Mc
16,17). “En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las
obras que yo hago, y hará mayores aún” (Jn 14,12). Y no se trata necesariamente
de exorcismos espectaculares. ¿Cuántos demonios tienes? Odios, resentimientos, vagancia,
tibieza… Todos huyen cuando permites que Jesús haga morada en tu corazón.
¡Piénsalo!
Con la celebración del Bautismo del Señor en el día de ayer, concluyó el Tiempo de Navidad. Hoy comenzamos el Tiempo Ordinario. Corresponde la liturgia dominical de este año el Ciclo C, y a las lecturas de feria (diarias) las del Año Par.
Durante el tiempo de Navidad la liturgia nos
fue presentando a un Jesús que ha llegado y se ha manifestado en dos epifanías
distintas. Ya ha comenzado su misión.
Hoy nos presenta a un Jesús que pasó la prueba de las tentaciones en el desierto. Juan ha sido arrestado, y Jesús comienza a predicar la Buena Nueva del Reino, haciendo un llamado a la conversión: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio”. La tarea es formidable y Él sabe que su tiempo es corto. Llegó el momento de reclutar sus primeros discípulos, y la lectura evangélica que nos lanza de lleno en el Tiempo Ordinario, nos narra ese episodio (Mc 1,14-20).
Se trata de la vocación (“llamado”) de Simón (Pedro) y su hermano Andrés, y Santiago y su hermano Juan (los hijos del Zebedeo). Jesús escoge sus primeros discípulos de entre los pescadores, y utiliza la pesca, y el lenguaje de la pesca, para simbolizar la tarea que les espera a los llamados. Nos dice el pasaje que a los primeros les dijo “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Siempre que escucho esta frase recuerdo a un párroco español que tuvimos en nuestra comunidad por muchos años (Padre Paco), que con su inglés de Castilla la Vieja describía nuestra misión como “fishing and fishing”.
La escritura no nos dice qué le dijo a los segundos, pero debe haber sido algo similar. Lo cierto es que los cuatro, sin vacilar, dejaron las redes, y los segundos incluso dejaron a su padre (Cfr. Lc 14,26), para seguir a Jesús. Esto nos evoca el pasaje de Jeremías (20,7): “¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir!” De nuevo esa mirada… ¡imposible de resistir! Y ese seguimiento implicaba, por supuesto, aceptar el reto que Jesús les lanzó junto con la invitación: convertirse en “pescadores de hombres”.
Si no lo has hecho, te invito a ver la serie televisiva The Chosen (Los elegidos) que nos presenta, con cierta licencia literaria pero con suma intensidad, estos episodios.
Como hemos dicho en ocasiones anteriores, el
seguimiento de Jesús tiene que ser radical, no hay términos medios (Cfr. Ap 3,15-16). Con ese pensamiento
comenzamos el Tiempo Ordinario. Esa es la prueba de fuego para determinar si
verdaderamente vivimos la Navidad, o si simplemente nos limitamos a celebrar
las fiestas.
Jesús nos llama a ser pescadores de hombres, pero ello implica dejar nuestras “redes” que solo nos sirven para pescar las cosas del mundo. El nos está ofreciendo una red más poderosa, una capaz de pescar almas para la Gloria eterna. ¿Estamos dispuestos a aceptar el reto?
La Iglesia Universal celebra hoy la fiesta
litúrgica del Bautismo del Señor, que marca el fin del tiempo litúrgico de
Navidad. El Bautismo de Jesús es otra de las grandes epifanías
(manifestaciones) de Jesús, y la liturgia nos regala como primera lectura un
pasaje del profeta Isaías (42,1-4.6-7) que prefigura la lectura evangélica de
hoy, que es la versión de Lucas del Bautismo de Jesús (3,15-16.21-22).
En la primera lectura el Señor se manifiesta
por boca de Isaías: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien
prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu”. Como podemos apreciar, el
paralelismo de este pasaje con el Evangelio es asombroso: “Jesús también se
bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él
en forma de paloma, y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo, el amado, el
predilecto’”.
En la Solemnidad de la Epifanía decíamos que
la Iglesia celebra tres epifanías importantes: La Epifanía ante los Reyes Magos,
la Epifanía a Juan el Bautista en el Río Jordán cuando Jesús fue bautizado, y
la Epifanía a sus discípulos en las Bodas de Caná. En la que celebramos hoy, no
solo experimentamos una manifestación de Jesús; tenemos una verdadera teofanía en
la que se manifiestan las tres personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y
Espíritu Santo.
Ese gesto de Jesús de bautizarse como “uno
más”, junto a los pecadores, sin necesitar bautismo por estar libre de todo
pecado, enfatiza el carácter totalizante de la encarnación. Jesús se hizo uno
con nosotros, uno de nosotros. Pero su doble naturaleza se revela en el
Espíritu que desciende sobre Él y la voz del Padre que le llama “Hijo” (“Por
eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios”. – Lc 1,35). La versión de
la Biblia de Jerusalén, un poco más fiel al original, nos dice que la voz que
se escuchó del cielo dijo: “Tú eres mi hijo, yo hoy te he engendrado”.
Con esa “apertura” del cielo seguida de la
frase que acabamos de escuchar, se establece una nueva relación entre Dios y la
humanidad a través del Ungido. Así, todos los que nacemos del agua y del
Espíritu por medio del Bautismo, que nos convierte en “hijos” del Padre y, por
tanto, hermanos de Jesús y coherederos de la Gloria, podemos llamar a Dios
“Padre”, y Él puede llamarnos “hijos”. San Pablo nos lo explica así: “En
efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios.
Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes
bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8,14-15).
El Espíritu Santo que impulsó a Jesús a su
misión redentora, y le acompañará a lo largo de toda ella, es el mismo que se
derramó sobre todos los que hemos sido bautizados, haciéndonos partícipes de la
misma Vida y el mismo Espíritu del Señor, y llamándonos a continuar Su obra
salvadora, convirtiéndonos en “Evangelios vivientes” en el mundo y en la
historia.
Es el mismo Espíritu que hace posible la
conversión de las especies eucarísticas en el cuerpo, sangre, alma y divinidad
de Jesús. ¿Quieres ser testigo de ese milagro? Anda, ve a la Casa del Padre. Él
te espera con los brazos abiertos esperando que le digas Abbá y confundirse contigo en un abrazo.
Juan continúa dominando la primera lectura de
la liturgia para este tiempo. La primera lectura de hoy (1Jn 4,7-10), que
parece un trabalenguas, es tal vez el mejor resumen de toda la enseñanza de
Jesús: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha
nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios
es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al
mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el
amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos
envió a su Hijo como víctima de propiciación para nuestros pecados”.
El amor de Dios, y la identidad del Amor con
Dios es el tema principal de Juan; nunca se cansa de insistir. Pero en esta
lectura va más allá; entrelaza el tema del amor con el misterio de la
Encarnación, unida a la vida, muerte y resurrección de su Hijo. De ese modo el
amor no se nos presenta como algo espiritual, ideal, sino como algo real,
palpable, histórico, con contenido y consecuencias humanas.
“Amémonos unos a otros, ya que el amor es de
Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”, nos dice san Juan.
Nuestro amor es producto del Amor de Dios, de haber “nacido de Dios”. Si
permitimos que ese Amor haga morada en nosotros, no tenemos más remedio que
amar; amar con un amor que participa de la naturaleza del Amor divino. Por eso
amando al prójimo amamos a Dios y seguimos creciendo en el Amor. Es un círculo
que no termina. Alguien ha dicho que el amor es el único don que mientras más
lo repartes más te sobra.
Y eso es precisamente lo que vemos en la
lectura evangélica de hoy (Mc 6,34-44), el pasaje de la “primera multiplicación
de los panes”. Un milagro producto de la gratuidad del amor. Al caer la tarde
los discípulos le sugieren a Jesús que despida la gente para que cada cual resuelva
sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hace esperar: “Dadles
vosotros de comer”. Ya anteriormente Marcos nos había dicho que Jesús se había
compadecido de la gente porque andaban “como ovejas sin pastor”, lo que le
motivó a “enseñarles con calma”. Tenían hambre; no hambre material, sino hambre
espiritual. Jesús se la había saciado con su Palabra. Ya el rebaño tiene
Pastor. El Pastor tiene que procurar alimento para su rebaño. Llegó el momento
del alimento, de la fracción del pan. “Dadles vosotros de comer”.
Vemos en esta perícopa evangélica una
prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero
con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo
que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto
del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.
Hoy, pidamos al Señor por los ministros de Su
Iglesia, para que continúen pastoreando Su rebaño, y alimentándolos con el Pan
de Su Palabra y el Pan de la Eucaristía.
Ayer celebrábamos la solemnidad de la Epifanía
del Señor, esa manifestación de Dios a todas las naciones. Durante esta semana
la liturgia seguirá presentándonos “signos”, pequeñas “epifanías”, a través de
una serie de gestos que manifiestan a Cristo. Aquél Niño que fue adorado en
Belén por los magos de oriente, se nos manifiesta en el Evangelio que leemos
hoy (Mt 4,12-17.23-25) como el Mesías y el Maestro enviado por Dios.
Comienza la lectura con la decisión de Jesús
de cambiar de domicilio, de Nazaret a Galilea, tan pronto de entera que Juan el
Bautista había sido apresado. Allí se establecen en la ciudad de Cafarnaún, a
orillas del Mar de Galilea, que se convertiría en el “centro de operaciones” de
su gestión misionera. Una vez apresado Juan, Jesús comprendió que la labor de
aquél había culminado. Ahora le correspondía a Él desplegar su misión
evangelizadora.
Mudarse de Nazaret a Cafarnaún representaba un
cambio drástico, era mudarse del “ambiente protegido” de una comunidad pequeña
en que todos se conocían, a una ciudad cosmopolita donde habitaban muchos
extranjeros paganos. Mateo ve en ese gesto de Jesús el cumplimiento de la
profecía de Isaías: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro
lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas
vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz
les brilló”. Jesús llega a traer la Luz a los paganos que vivían en las
tinieblas porque no le conocían.
Allí hace un llamado a la conversión, a judíos y gentiles por igual, como preparación para la llegada del Reino que “está cerca”, desplegando su labor como predicador itinerante por toda la Galilea, mientras llevaba a cabo signos que constituían manifestaciones o pequeñas “epifanías” de su persona: “Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curaba”. Este es el “anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión” que contemplamos como el tercero de los misterios luminosos o “de luz” que fueron instituidos por san Juan Pablo II mediante la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, el 16 de octubre de 2002.
El pasaje que contemplamos hoy no nos dice qué
decía Jesús en sus predicaciones; eso lo veremos a lo largo de todo el relato
evangélico. Pero el mensaje central está ahí: ¡El Reino ha llegado!; Dios se ha
manifestado, se ha hecho presente entre nosotros, se nos ha revelado en toda su
plenitud en la persona de su Hijo, y a través de Él nos llama a la conversión,
nos invita a cambiar nuestras vidas para convertirnos en otros “cristos” (Cfr. Gál 2,20). Así, esa conversión
implica auxiliar nuestros hermanos, especialmente a los enfermos, los pobres,
los desposeídos, tal como Cristo nos enseñó. Esta será la señal de que su
Espíritu está obrando en nosotros, y que Él mismo habita entre nosotros.