REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA VIGÉSIMA NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 20-10-20

“Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela”.

“Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos”. Así de corta y contundente es la lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Lc 12,35-38).

Esta lectura, que nos evoca la parábola de las vírgenes necias y prudentes (Mt 25,1-13), enfatiza la necesidad de permanecer vigilantes, con la cintura ceñida (el delantal de trabajo puesto) y la lámpara (de la fe) encendida, pues nadie sabe el día en que el Señor “regresará”. Esa figura de ceñirnos el “delantal de trabajo” nos apunta a que tenemos que estar siempre prestos a servir (Cfr. Lc 17,8; Jn 13,4; Ef 6,14); y la lámpara encendida nos recuerda que debemos estar prestos a la acción,  a servir en todo momento, día y noche.

La lectura nos habla del Señor que “vuelve” de la boda, el único evento del cual los judíos del tiempo de Jesús llegaban tarde en la noche. Y nos dice que tenemos que estar listos para abrirle “apenas venga y llame”.  Si Jesús llega de imprevisto nos corremos el riego de no estar preparados. Podríamos pensar que esta lectura tiene un sentido escatológico, es decir, que se refiere únicamente a esa “segunda venida” de Jesús en el final de los tiempos. Pero, como digo siempre a mis estudiantes, la Palabra de Dios es “viva y eficaz”, y nos habla, nos interpela aquí y ahora.

La pregunta obligada es: ¿Estoy preparado para servir en todo momento, en toda circunstancia? Si el Señor llega, ¿me encontrará con el delantal ceñido a la cintura? ¿Y cómo puede el Señor llegar si no al final de los tiempos? Cuando el Señor me habla a través de su Palabra en las celebraciones litúrgicas, ¿le presto atención?, ¿le escucho? “El que los escucha a ustedes, me escucha a mí; el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí” (Lc 10,16). Cuando me encuentro con un hermano necesitado, ¿estoy presto a servirle, a llenar su necesidad? “Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer…” (Mt 25,35-36). Si mantengo encendida la lámpara de la fe, ¿no puedo acaso encontrar a Jesús en todos los acontecimientos de mi vida, en mis penas, mis alegrías, mis triunfos, mis fracasos?

Por eso, tenemos que mantenernos vigilantes y despiertos, para que cuando el Señor llegue podamos escucharle, reconocerle y abrirle, para dejarle entrar en nuestros corazones. “Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa, y comeré con el y él conmigo” (Ap 3,20). Y entonces Él se ceñirá el delantal, “nos hará sentar a la mesa y nos irá sirviendo”.

En este santo día, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de mantenernos vigilantes para servirle en todo momento y lugar.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 17-10-20

“Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

Hoy continuamos la lectura de la Carta a los Efesios (1,15-23) que comenzáramos ayer. Al final del pasaje que contemplamos hoy vemos cómo Pablo entra ya “en materia” con lo que constituye el tema central de la Carta a los Efesios: la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. “Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

La lectura comienza con una acción de gracias de parte de Pablo por la fe de los destinatarios de la carta, unida a una oración pidiéndole a Dios que les conceda el “espíritu de sabiduría” y revelación a fin de que lleguen a conocer plenamente a Jesucristo. ¿Qué mejor podríamos pedir para alguien? Si llegamos a conocer a Jesús y su Palabra, que es el Amor, conoceremos la verdad, y esa verdad es la que nos proporcionará la libertad que solo los hijos de Dios y hermanos de Jesucristo pueden disfrutar (Cfr. Jn 8,32).

Pero no se detiene ahí. Continúa pidiendo a Dios que “ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro”.

Las implicaciones de lo que Pablo está pidiendo para sus hermanos de Éfeso son más profundas de lo que parece a simple vista. ¡Le está pidiendo a Dios que derrame sobre ellos la misma fuerza y poder que utilizó para resucitar a su Hijo! Cuando pedimos a Dios, y sobre todo cuando pedimos por nuestros hermanos, tenemos que aprender a ser generosos en nuestras peticiones, recordando que estamos pidiendo a nuestro “Abba”, que siempre nos escucha y no se cansa de prodigar dones a sus hijitos (Cfr. Mt 8,7-8). Y esa “fuerza” que resucitó a Jesús no es otra que la fuerza del Espíritu que el mismo Jesús nos prometió. Pero tenemos que invocarla y dejarnos arropar de ella. Y al igual que el amor, que mientras más se reparte más crece, mientras más la pedimos para nuestros hermanos, con mayor fuerza la recibimos.

Ese mismo Espíritu es el que nos permite incorporarnos a la Iglesia, que es el “cuerpo” de Cristo, donde encontramos su esencia misma, su persona, el Cristo total, la continuación de su obra eterna en el tiempo y el espacio.

Hoy, pidamos a Dios como lo hacemos en la liturgia eucarística: “no mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”, de manera que siga derramando sobre ella su Santo Espíritu, para que sea lo que Él quiere que sea, a pesar de nuestra fragilidad humana.

Lindo fin de semana a todos, y no olviden visitar la Casa del Padre, aunque sea de forma virtual.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 10-10-20

“Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”.

La lectura del Evangelio que nos presenta hoy la liturgia (Lc 11,27-28) es tan corta que podemos transcribirla sin dificultad: “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las gentes, una mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: ‘Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron’. Pero él repuso: ‘Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen’”.

Vemos cómo Lucas continúa presentándonos a un Jesús que enfatiza la importancia de la escucha de la Palabra de Dios y su cumplimiento, cualidad que antepone inclusive a los lazos familiares, incluyendo los suyos propios con su Madre. Es decir, con la contestación que Jesús brinda a esta mujer, está diciendo que la Virgen María es más dichosa por haber escuchado y puesto en práctica la Palabra del Padre que por haberle parido y amamantado.

Así, este pasaje, exclusivo de Lucas, se convierte en el mayor elogio de Jesús a su madre, no solo por exaltar su fe y su calidad de discípula, sino por reconocerle una dignidad y una libertad desconocidas en la mentalidad del Antiguo Testamento, que consideraba a la mujer como una “paridora” y criadora de hijos para su marido. Esa libertad es la que la hace “bienaventurada”, “dichosa”, como había reconocido su prima Isabel, quien llena de Espíritu Santo exclamó: “Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor”, frase que sirve de preámbulo al hermoso canto del Magníficat.

La libertad manifiesta de María va unida a otra de sus características que la convierten en modelo y paradigma para todos los cristianos: la fe, que a su vez va unida a otra que se deriva de esta: la dócil aceptación de la Palabra de Dios. Así María se convierte en modelo de fe para toda la humanidad. La encarnación se hizo posible por la fe de María, y se viabilizó gracias a su libertad en ese “hágase”, que selló el pacto de amor eterno que culminó el plan salvador de Dios. Por eso san Agustín decía que “en María es más importante su condición de discípula de Cristo que la de Madre de Cristo; es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser Madre de Cristo”. O como decían los antiguos: “María concibió con la fe antes de hacerlo con el vientre”.

Jesús nos presenta a su Madre santísima como su primera y más perfecta discípula; la que creyó que el niño que llevaba en sus purísimas entrañas era verdaderamente Dios; creyendo escuchó la profecía de Simeón; creyendo, el día que encontró a su Hijo en el Templo, comprendió que lo había perdido para siempre mientras “guardaba todas estas cosas en su corazón”; y creyendo se mantuvo erguida al pie de la cruz con la certeza de que su Hijo resucitaría al tercer día.

Hoy sábado, día que la liturgia dedica a Santa María, pidámosle que interceda por nosotros ante su Hijo para que, a ejemplo de ella, aprendamos a escuchar y cumplir su Palabra.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2) 10-09-20

El evangelio de hoy (Lc 6,27-38) nos presenta una especie de “secuela” a las Bienaventuranzas que contemplábamos ayer. En este pasaje Jesús pretende dar contenido a las Bienaventuranzas. Jesús nos está diciendo que las normas contenidas en las Bienaventuranzas no son algo teórico, sino que podemos identificar a nuestros “enemigos” con unos personajes concretos: los que nos odian, los que nos maldicen, los que nos injurian, los que nos pegan, los que nos engañan, los que nos roban… Contrario a la reacción natural de nosotros ante esas situaciones, Jesús nos pide que amemos, que bendigamos, que hagamos el bien, que “presentemos la otra mejilla”, que no reclamemos, que no esperemos nada…

Si miramos a nuestro alrededor, no será muy difícil encontrar varias personas a quienes se nos hace difícil amar; personas que parecen vivir para “hacernos la vida cuadritos”. Y Jesús nos está pidiendo que amemos a esas personas; que les deseemos el bien de todo corazón, que oremos por ellas, que seamos generosos con ellas, que no les reclamemos, que seamos compasivos. Jesús no se está refiriendo a meros sentimientos; nos está hablando de asumir actitudes concretas respecto a esos enemigos. “Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis?”  Esa es la “prueba de fuego” del que quiere seguir a Jesús, del verdadero “discípulo” que quiere vivir el Evangelio.

Jesús nos pide que nos pongamos en el lugar de estos “enemigos”; que los tratemos como nos gustaría que nos trataran a nosotros, porque la misma medida que usemos con ellos la usarán con nosotros: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”. La Palabra siempre nos interpela, nos hace enfrentarnos con nosotros mismos. Si todo el mundo nos tratara como merecemos, ¿cómo sería ese trato?

¡Uf! Nadie ha dicho que esto de ser cristiano es fácil: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24). ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. “Todo lo puedo en Aquél que me fortalece” (Fil 4,13).

Hace tiempo leí un relato de un sabio que decía: “Amar es una decisión, y el fruto de esa decisión es el amor”. Jesús nos está pidiendo que asumamos unas actitudes concretas hacia nuestros “enemigos”; en otras palabras, que tomemos la decisión de amarlos, amarlos como Dios los ama y como nos ama a nosotros, a pesar de todas nuestras faltas.

Por otro lado, un viejo proverbio chino nos recuerda que un viaje de mil leguas comienza con un paso. Hoy Jesús nos invita a dar ese “primer paso” con la promesa de que Él nos brindará la fortaleza para continuar adelante, para que esa decisión de amar a nuestros enemigos rinda fruto. Y ese fruto ha de ser el amor…

¡Hermoso y bendecido día!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 04-09-20

“¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos?”.

El Evangelio que nos brinda la liturgia de hoy es la versión de Lucas (5,33-39) del pasaje en que los fariseos critican a Jesús porque sus discípulos, contrario a los de Juan, y a los de los propios fariseos, que ayunan y oran a menudo, se la pasan comiendo y bebiendo. A la crítica de los fariseos, Jesús responde: “¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos?”. Luego añade dos parábolas cortas, la que propone que nadie remienda un paño viejo con una tela nueva, y la que propone que nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque revientan y se pierden, tanto el vino, como los odres.

Anteriormente, comentando la versión de Mateo de este pasaje, nos habíamos concentrado en el primer anuncio de la pasión de Jesús y en las parábolas del paño y los odres viejos. Hoy nos limitaremos al significado de la frase: “¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos?”

Para entender esta frase, tenemos que partir del hecho de que en el Antiguo Testamento el ayuno, especialmente del vino, eran signos de austeridad y penitencia ligados a la espera del Mesías prometido. Simbólicamente significaban que “los tiempos son malos, estamos insatisfechos, hemos perdido el gusto de vivir… que venga de una vez el tiempo de la consolación y de la alegría, cuando el mesías estará aquí”. Pero como todas las prácticas rituales de los fariseos, estos habían convertido también ese ayuno en algo externo, que no guardaba relación con la actitud interior.

Pero la contestación de Jesús va más allá. No solo hace referencia al verdadero significado de ese ayuno, sino que les dice que este ya no es necesario para sus discípulos porque “el novio está con ellos”. Es decir, los tiempos mesiánicos ya han llegado. No es tiempo de austeridad y privaciones; ¡el tiempo de la alegría y la celebración ha llegado!

Nosotros, los cristianos de hoy, no debemos olvidar que esos tiempos mesiánicos no terminaron con la muerte de Jesús. El tiempo de la alegría se ha perpetuado con la presencia de Jesús entre nosotros: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia” (Mt 28,20). ¡Jesús está vivo! Está presente entre nosotros en su Palabra, en la Eucaristía, cada vez que hay dos o más reunidos en su nombre (Mt 18,20). Y la verdadera alegría del cristiano consiste precisamente de saber que “el novio” está con nosotros; en amarlo y sentirnos amados por Él. Y eso no depende de ningún rito externo, ni de oraciones vacías, carentes de contenido espiritual. Ese es precisamente el fundamento de las críticas de Jesús contra los escribas y fariseos.

Por tanto, nuestra alegría más profunda ha de estar fundamentada en esa “presencia” de Novio entre nosotros. Por eso el papa Francisco no se cansa de repetir que la alegría es el “sello” del cristiano: “Un cristiano sin alegría no es cristiano. La alegría es como el sello del cristiano, también en el dolor, en las tribulaciones, aun en las persecuciones”. ¡Que viva el Novio!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA DEL T.O. (2) 03-09-20

Y tú, ¿te apuntas en la tripulación?

El Evangelio que nos brinda la liturgia de hoy es la versión de Lucas de la “pesca milagrosa” (Lc 5,1-11). La mayoría de los exégetas enfatizan de este pasaje el simbolismo de la barca como imagen de la Iglesia, Pedro como cabeza de la Iglesia, y el echar las redes como la predicación de la Iglesia (que se configura con la expresión de Jesús al final del pasaje: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”). No obstante, teniendo en mente que en el relato de Lucas “discípulo” es sinónimo de “cristiano”, dividiremos el pasaje en tres partes: la gente que “se agolpaba” alrededor de Jesús para escuchar su Palabra, los discípulos que confían en esa Palabra y se hacen a la mar en contra de toda lógica, y los que lo abandonan todo para seguir a Jesús (“…dejándolo todo, lo siguieron”).

La primera distinción que establece el relato es entre aquellos que lo escuchaban y los discípulos que confían en su Palabra. Simón es un pescador profesional, él sabe que la noche es el momento propicio para la pesca (“nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada”). Ahora viene Jesús, que es un artesano que “no sabe de pesca”, y le dice: “Rema mar adentro, y echa las redes para pescar”. Están cansados, lo que Jesús le pide es contrario a su experiencia. Aun así, Pedro decide confiar en Su palabra (“por tu palabra, echaré las redes”), con resultados extraordinarios: “Hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a lo socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían”.

Pedro y los discípulos que le acompañaban confiaron en Jesús y en su Palabra. Por los resultados maravillosos obtenidos comprendieron, no solo la necesidad de creer en Su Palabra, sino que no hay tal cosa como un tiempo propicio para predicar el Evangelio que Jesús nos envía a predicar (Cfr. Mc 16,15-20). Hay que hacerlo “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2). Y cuando Jesús está sentado en nuestra barca, como lo estaba en la de Simón, el resultado no se hace esperar. Pero para lograr ese resultado tenemos que “echarnos a la mar”. No podemos permanecer tranquilos en la orilla. Como nos ha dicho el papa Francisco, tenemos que abrir las puertas de la Iglesia, no para que la gente entre, sino para salir nosotros a la calle. Tenemos que escuchar su Palabra, confiar en ella, y actuar conforme a ella. Solo así nos convertiremos en “pescadores de hombres”.

Luego viene la verdadera actitud del discípulo; dejarlo todo y seguirle. Esta es tal vez la parte más difícil, sobre todo por el apego natural que sentimos por las cosas de este mundo. Como hemos dicho en ocasiones anteriores, no tenemos que tomar esto literalmente. Lo que esto significa es que pongamos a Jesús como el centro de nuestras vidas, que todas las cosas terrenales palidezcan, se conviertan en secundarias, a nuestro seguimiento de Jesús.

Y tú, ¿te apuntas en la tripulación?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMO OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 05-08-20

“Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.

“Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Esa frase tan conocida de Jesús, que con variantes aparece en todos los sinópticos, está en la raíz de la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos presenta la liturgia de hoy (Mt 15,21-28): La importancia de la fe.

El evangelio de hoy nos presenta una mujer cananea (pagana) que no vacila en su fe; que se mantiene firme aún ante el aparente desprecio, e inclusive la aparente humillación por parte de Jesús; al punto que Jesús exclama: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y su hija, por quien había estado pidiendo, quedó sana.

Esta actitud contrasta con la de Pedro en el evangelio que leyéramos ayer, quien, al distraer su mirada del Señor, comenzó a hundirse; lo que provocó que Jesús le dijera: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”. Sí, Pedro, el mismo a quien luego Jesús le dirá: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” (Mt 16,18).

Pedro se sintió distraído por lo que ocurría en su entorno; el mar embravecido, el viento, y por un momento apartó su mirada de Jesús, lo que hizo que su fe se resquebrajara. La mujer cananea, por su parte, no se dejó turbar por sus circunstancias. No le importó el desprecio, la humillación, la burla de que seguramente fue objeto; y en ningún momento apartó su mirada de Jesús. Su fe se mantuvo íntegra.

Aquella mujer cananea creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

Otro detalle de este pasaje es que, con su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. Pablo, el apóstol de los gentiles lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios… Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál. 26,28).

En nuestro peregrinar siguiendo los pasos del Maestro, surgirán muchas distracciones, muchas tormentas, muchos mares embravecidos, muchos aparentes desprecios de parte de Dios, muchos momentos en que Dios aparenta ignorar nuestras súplicas. Y la mujer cananea nos brinda el mejor ejemplo: perseverar en la fe. Y Jesús, que es el mismo ayer, hoy y siempre, nos dirá: “qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.

Señor yo creo, pero aumenta mi fe; dame la fe de la mujer cananea.

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO OCTAVO DOMINGO DEL T.O. (A) 02-08-20

“Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo…”

Las lecturas de hoy nos hablan de la generosidad de Dios para con su pueblo; de cómo su Palabra nos alimenta con su Amor, que nos sacia y nos da las fuerzas para enfrentar las adversidades que indefectiblemente acompañan al seguimiento (Cfr. Sir 2,1).

En la primera lectura (Is 55,1-3) Dios nos dice: “Escuchadme atentos y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos. Inclinad el oído, venid a mí: escuchadme, y viviréis”. Esos “platos sustanciosos” nos refieren al Amor incondicional de Dios.

En la segunda lectura (Rm 8,35.37-39) san Pablo nos dice que “ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”.

La lectura evangélica (Mt 14,13-21) nos presenta el pasaje de la “primera multiplicación de los panes”. Un milagro producto de la gratuidad del Amor. Al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se retiró a un lugar tranquilo y apartado, como solía hacer cuando quería hablar con el Padre (orar).

Esa multitud anónima que le seguía se enteró y acudieron a Él. Nos dice la Escritura que al ver el gentío, a Jesús “le dio lástima”. La versión de Marcos nos dice que Jesús sintió lástima de la multitud porque andaban “como ovejas sin pastor” (Mc 6,34) y se sentó a enseñarles muchas cosas. Mateo nos añade que curó a los enfermos; el prototipo del Buen Pastor que cuida de sus ovejas (Cfr. Jn 10).

Al caer la tarde los discípulos le sugirieron a Jesús que despidiera a la gente para que cada cual resolviera sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hizo esperar: “Dadles vosotros de comer”.

Mandó que le trajeran los cinco panes y dos peces que tenían e hizo que la gente se sentara en la yerba. Entonces, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, se los dio a los discípulos, y estos se los dieron a la gente.

Como siempre, Jesús, con sus gestos, nos está mostrando el camino a seguir. No se limitó a compadecerse, sentir lástima. Pasó de compadecerse a compartir. Compartió todo lo que tenía: su Palabra, su Persona, y su Pan. Y en ese compartir todo se multiplicó. Ese milagro lo vemos a diario en los que practican la verdadera caridad; no dar lo que sobra, sino lo que tenemos; mucho o poco.

Vemos también en esta perícopa evangélica una prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies eucarísticas.

La Eucaristía, el verdadero pan, el único capaz de saciar nuestra hambre de Dios, el que nos alimenta para la vida eterna. “Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera” (Jn 6,49-50).

Que pasen un bendecido domingo y una hermosa semana.

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA DÉCIMO SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 27-07-20

“El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente”.

En el evangelio que nos propone la liturgia de hoy (Mt 13,31-35), la Iglesia continúa rumiando las parábolas del Reino. Hoy nos presenta dos: la del grano de mostaza y la de la levadura. Ambas están comprendidas en el llamado “discurso parabólico” de Jesús, que ocupa todo el capítulo 13 del evangelio según san Mateo.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, Mateo escribe su relato para los judíos de la Palestina convertidos al cristianismo, con el objetivo de probar que Jesús es el Mesías esperado, ya que en Él se cumplen todas las profecías del Antiguo Testamento. Por eso aprovecha la oportunidad para explicar por qué Jesús habla en parábolas: “Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada. Así se cumplió el oráculo del profeta: ‘Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo’” (Cfr. Sal 78,2).

Ambas parábolas que contemplamos hoy nos presentan el crecimiento del Reino de Dios en la tierra. En la primera (la del grano de mostaza) vemos cómo Jesús sembró la simiente, cómo el Hijo del Padre se hizo uno de nosotros, haciéndose Él mismo semilla fértil. Esparció su Palabra en los corazones de los hombres, como el sembrador en el campo, y esa Palabra dio fruto. Esa pequeña semilla, comparable a un grano de mostaza (la más pequeña de las semillas), que Jesús sembró hace dos mil años continúa dando frutos. Y nosotros hemos sido llamados a ser testigos de ese milagroso crecimiento, de cómo ese puñado de unos ciento veinte seguidores en Jerusalén (Hc 1,15), ha continuado creciendo y dando fruto hasta convertirse en la Iglesia que conocemos hoy. Pero aún queda mucho por hacer…

Para que esa cosecha no se pierda, Jesús necesita trabajadores: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para su cosecha.” (Mt 9,37). El dueño de los sembrados ha colocado un letrero a la entrada del campo: “Se necesitan trabajadores”. Tú, ¿te apuntas?

Cuando nos acercamos a la segunda parábola, pensamos que de seguro Jesús observó muchas veces a su madre mezclar harina con levadura, para luego contemplar con admiración cómo aquella masa crecía ante sus ojos, antes de meterla en el horno. Con esta parábola Jesús dice a sus discípulos (incluyéndonos a nosotros) que estamos llamados a ser “levadura” entre los hombres para que su Palabra, y el Reino que ella anuncia, siga creciendo hasta llegar a los confines de la tierra. Por eso el papa Francisco nos llama a salir al mundo, a “las periferias”, para que ese mensaje de salvación que nos trae Jesús llegue a todos, porque “Dios, nuestro Salvador… quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2,3-4).

Pidamos al Señor por el aumento en las vocaciones sacerdotales, diaconales y religiosas, y para que cada día haya más laicos comprometidos dispuestos a trabajar hombro a hombro con los consagrados en el anuncio del Reino.

Que pasen una hermosa semana llena de bendiciones.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMO QUINTA SEMANA DEL T.O. (2) 15-07-20

“Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”.

El evangelio que nos ofrece la liturgia de hoy (Mt 11,25-27) contiene una de mis frases favoritas de Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”.

Jesús parece referirse a los “sabios” y “entendidos” de su tiempo (los escribas, fariseos, sacerdotes, doctores de la ley), quienes cegados por su conocimiento de la “ley” creían saberlo todo. Por eso eran incapaces de asimilar el mensaje sencillo pero profundo de Jesús. “Yo les aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él” (Mc 10,13).

Siempre que leo este pasaje evangélico pienso en Santa Catalina de Siena, virgen y doctora de la Iglesia y terciaria dominica, quien a pesar de ser mujer, sencilla, y analfabeta, logró poseer una profundidad teológica tal que le llevó a ser consejera de papas, haciéndola acreedora del título de “doctora de la Iglesia”. Ella, en su sencillez, logró compenetrarse con el misterio de Dios con la misma intensidad que un niño o niña se lanza en brazos de su padre, al punto que ya nada más existe…

Jesús nos está pidiendo que nos hagamos como niños, para que podamos conocer y reconocer al Abba que Él nos presenta: “nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Por eso escogió sus discípulos de entre la gente sencilla, creyentes que no estaban “contaminados” por el ritualismo y legalismo excesivo de los sacerdotes y fariseos. Escogió la tierra buena sobre a la que estaba llena de abrojos (Mt 13,1-9; Mc 4,1-9; Lc 8,4-8).

Dios es difícil de alcanzar, nadie lo ha visto nunca. Por eso nos envió a su Hijo, quien sí le conoce, para que Él nos dé a conocer al Padre. Pero para conocer al Padre primero tenemos que reconocer nuestra incapacidad de conocerlo por nosotros mismos. Jesús nos ofrece la oportunidad de conocerle a Él a través de su Palabra, y a través de Él al Padre. Parece un trabalenguas, pero el mensaje es sencillo, como aquellos a quienes va dirigido: Él es el “Camino” que nos conduce al Padre; y quien le conoce a Él conoce al Padre (Jn 14,6-7).

Padre, Señor de cielo, en este día te pido que me des la humildad y sencillez de espíritu para reconocer mi incapacidad para conocerte por mí mismo, y para ver el rostro de tu Hijo en todos mis hermanos, especialmente los que más necesitan de tu piedad y misericordia y, a través de Él y de su Palabra, llegar algún día a conocerte.

Así comenzaremos desde ahora a tener un atisbo de ese día en que finalmente le veamos cara a cara: “Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22,4-5).

¡Qué promesa, hermanos!