REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DÉCIMO NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 14-08-20

“Te sentiste segura de tu belleza y, amparada en tu fama, fornicaste y te prostituiste con el primero que pasaba”.

La primera lectura de hoy, tomada del libro del profeta Ezequiel (16,1-15.60.63), nos presenta nuevamente las relaciones entre Dios y su pueblo, específicamente la ciudad de Jerusalén. Para hacerlo, el profeta echa mano de la figura del amor esponsalicio.

Es un relato lleno de amor y ternura, y hasta con cierto erotismo, que narra cómo Jerusalén había sido abandonada (el profeta está haciendo referencia al origen de la ciudad y su posición desventajada en la historia de Canaán y cómo a pesar de ello había sido ocupada por los hebreos), y cómo Yahvé la recoge, la limpia, la nutre, la viste, la ve desarrollarse en una hermosa doncella que le cautiva, al punto que se casa con ella: “Creciste y te hiciste moza, llegaste a la sazón; tus senos se afirmaron, y el vello te brotó, pero estabas desnuda y en cueros. Pasando de nuevo a tu lado, te vi en la edad del amor; extendí sobre ti mi manto para cubrir tu desnudez; te comprometí con juramento, hice alianza contigo –oráculo del Señor– y fuiste mía”.

Pero después que el Señor hizo de Jerusalén la “ciudad santa” (dice el profeta que le dio todo su amor, la alimentó, y la atavió con las prendas y vestidos más finos convirtiéndola en la mujer más hermosa): “Te sentiste segura de tu belleza y, amparada en tu fama, fornicaste y te prostituiste con el primero que pasaba”.

Volvemos a ver la figura de la mujer adúltera que le es infiel a su marido, para describir la idolatría en que había caído el pueblo. No obstante, a pesar de la infidelidad, el marido se mantiene fiel y está dispuesto a perdonar y recibir a su esposa de vuelta: “Pero yo me acordaré de la alianza que hice contigo cuando eras moza y haré contigo una alianza eterna, para que te acuerdes y te sonrojes y no vuelvas a abrir la boca de vergüenza, cuando yo te perdone todo lo que hiciste”.

El profeta está también narrando la historia de nuestras vidas y nuestra relación con Dios. A pesar de todos los cuidados que ha tenido con nosotros, y del amor que nos ha prodigado, sucumbimos ante la idolatría (el dinero, el orgullo, la fama, el sexo, los vicios…). Y de esa manera aprendemos lo que es el amor incondicional de Dios, quien está siempre presto a perdonarnos.

Es nuestra naturaleza humana; y de alguna manera es también parte de esa pedagogía divina que a veces no comprendemos. El que no haya conocido el pecado y el perdón de Dios, no puede dar testimonio de su amor incondicional. No podemos llevar el mensaje de la capacidad infinita de Dios para perdonarnos, si antes no hemos sido objeto de ese amoroso perdón de parte de Dios. Solo así nuestras palabras de justicia y perdón tendrán credibilidad.

Ese Padre amoroso está presto a perdonarnos; de hecho, en su corazón ya nos ha perdonado, pero tenemos que acercarnos a Él para recibir ese perdón. Y ese día habrá fiesta en la Casa del Padre, porque habíamos muerto al pecado y habremos vuelto a la Vida que Él nos da (Cfr. Lc 15,24).

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA DÉCIMO NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 13-08-20

Amor y perdón son como dos caras de una misma moneda. El que ama de verdad perdona de corazón…

“Perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Cuando repetimos esa frase al rezar el Padrenuestro, la oración que el mismo Cristo nos enseñó, ¿tenemos conciencia de lo que estamos diciendo? Con esta frase podríamos resumir el evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,21-19,1).

Se trata del episodio en que Pedro, como portavoz del grupo (ya para entonces Jesús lo había instituido “piedra” de la Iglesia – Mt 16,18) le pregunta a Jesús que cuántas veces tenía que perdonar a un hermano que le hubiese ofendido. Y creyendo expresar lo máximo posible le pregunta que si hasta siete veces (recordemos que el siete es el número que representa la perfección). Pero Jesús lo lleva al infinito, a decirle que debe perdonar no hasta siete, sino hasta setenta veces siete.

Y para que comprendieran mejor, Jesús aprovecha la oportunidad y les presenta la “parábola del siervo sin entrañas”, a quien el rey le había perdonado una deuda cuantiosa, y al salir se encontró con un amigo que le debía una suma insignificante de dinero. Haciendo ademán de ahorcarle, le reclamó el pago de la deuda; y como el amigo no pudo pagarle, lo metió en la cárcel. Cuando el rey se enteró de lo ocurrido, mandó llamar al siervo y le dijo: “¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?” Y el señor, indignado, lo mandó a meter preso hasta que pagara la deuda. A lo que Jesús añadió: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.

“Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”… Habiendo meditado este evangelio, tenemos que preguntarnos: ¿cuántas veces ofendemos a Dios? ¿Cuántas veces Él nos perdona? Al mismo tiempo pensemos cuán difícil se nos hace perdonar, a veces una sola falta de un hermano hacia nosotros; falta que con toda seguridad palidece ante las faltas que Dios, como una madre que se desborda en amor a hacia el hijo de sus entrañas, nos perdona una y otra vez, “hasta setenta veces siete”.

Y ahí está la clave. ¡En el amor! Amor y perdón son como dos caras de una misma moneda. El que ama de verdad perdona de corazón, porque el que ama no puede albergar rencor, ni odio, ni resentimiento en su corazón. La luz no admite la oscuridad… En el Antiguo Testamento se nos pedía que amáramos al prójimo como a nosotros mismos. Jesús los llevó más allá al pedirnos que nos amemos los unos a los otros COMO ÉL NOS AMA. Un salto cuantitativo y cualitativo. El reto es grande; solos no podemos, pero con Su ayuda, ¡nada es imposible!

Hoy, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de aprender a perdonar totalmente y sin reservas como Él nos perdona una y otra vez… Que pasen todos un hermoso día.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMO NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 12-08-20

“Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo”.

La liturgia continúa presentándonos el discurso eclesial de Jesús, llamado así porque en el mismo Jesús aborda las relaciones entre sus discípulos, es decir, la conducta que deben observar sus seguidores entre sí. El pasaje que contemplamos hoy (Mt 18,15-20), trata el tema de la corrección fraterna: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Cabe señalar que en este pasaje es cuando por primera vez Jesús utiliza la palabra “hermano” para designar la relación entre la comunidad de discípulos de Jesús, en el Evangelio Según san Mateo.

La conducta que Jesús propone a sus discípulos en este pasaje no es distinta de la mentalidad y costumbres judías. Se trata de los modos de corrección fraterna contemplados en la Ley. Así, por ejemplo, la reprensión en privado como primer paso está contemplada en Lv 19,17, y la reprensión en presencia de dos o tres testigos en Dt 19,15.

Lo que sí es nuevo es el poder de perdonar los pecados que Jesús confiere a sus discípulos, que va más allá de la mera corrección fraterna: “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo”. Este “atar” y “desatar” tiene que ser leído en contexto con los versículos anteriores, que va unido a la corrección fraterna y al poder de la comunidad, es decir, la Iglesia, para expulsar y recibir de vuelta a un miembro. Y ese poder lo ejerce la Iglesia a través de sus legítimos representantes. De ahí que Jesús confiriera ese poder de manera especial a Pedro (Mt 16,19).

El principio detrás de todo esto es que el pecado, la ofensa de un hermano contra otro, destruye la armonía que tiene que existir entre los miembros de la comunidad eclesial; armonía que es la que le da sentido, pues es un reflejo del amor que le da cohesión, que le da su identidad: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35). El amor y el pecado son como la luz y las tinieblas, no pueden coexistir. Por eso el pecado no tiene cabida en la comunidad. El perdón mutuo devuelve el balance que se había perdido por el pecado. La clave está en el Amor.

Por eso san Pablo nos dice: “A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, [todos los] mandamientos… se resumen en esta frase: ‘Amarás a tu prójimo como a tí mismo’. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera” (Rm 13,8-10).

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DÉCIMO NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 11-08-20 (SANTA CLARA DE ASÍS)

El evangelio que nos propone la liturgia para hoy (Mt 18,1-5.10.12-14) forma parte del “discurso eclesiástico” de Jesús contenido en el capítulo 18 de Mateo. En esta lectura encontramos el pasaje en que los discípulos le preguntan a Jesús que quién es el más importante en el reino de los cielos. Tal parece que los discípulos no han comprendido en su totalidad el mensaje de Jesús, y continúan haciendo referencia a conceptos políticos.

Jesús, con la paciencia que lo caracteriza, lejos de regañarlos, opta por un ejemplo. Tomó un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos”.

Para comprender el alcance de estas palabras de Jesús, tenemos que comprender lo que significaba ser un niño en tiempos de Jesús. En esa época un niño no valía nada, no se le reconocía derecho alguno. Dependía totalmente de su padre, y si era huérfano, se convertía en un marginado, un anawim, un “pobre de Yahvé”, que dependía totalmente de Dios y su Divina Providencia. Anawim se equipara a los “mansos” que se mencionan en las Bienaventuranzas (Mt 5,4), como aquellos que heredarán la tierra (En el Salmo 37,11 se traduce como “humildes”).

No debemos confundir las palabras de Jesús con comportarnos como niños, con asumir una actitud infantil hacia Dios y las cosas del Reino. Por el contrario, las cosas del Reino hay que abordarlas con toda seriedad. Lo que Jesús nos está recalcando es que para entrar en el Reino de los Cielos tenemos que hacernos disponibles como un niño, es decir, ser sencillos, transparentes, no pretender los primeros puestos. Solo tendrán cabida en el Reino los humildes, los que estén dispuestos a servir a los demás, y en consecuencia, estén dispuestos a amar a los más insignificantes. Por eso añade que: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial”.

Jesús fue el mejor ejemplo de lo que es un anawim. Nació, vivió y murió como un pobre más, y siempre hizo la voluntad de su Padre. Fue objeto de burlas, menosprecio, persecución… Los que pretendemos seguir a Jesús hemos de estar conscientes de que esas burlas, esos menosprecios, esas persecuciones, constituyen para nosotros la manera de seguir sus pasos hacia esa Jerusalén celestial que nos tiene prometida.

Hoy celebramos la memoria de santa Clara de Asís, quien supo vivir la pobreza evangélica y la sencillez de una niña, al punto que se cuenta que aún después de haber sido nombrada abadesa del convento de San Damián, servía la mesa y brindaba agua a las religiosas a su cargo para que se lavasen las manos, además de estar continuamente pendiente a sus necesidades.

Pidamos al Padre que nos de la mansedumbre y humildad de santa Clara para seguir los pasos de su Hijo, de manera que que seamos acreedores a la gloria que nos tiene prometida.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE SAN LORENZO, DIÁCONO Y MÁRTIR 09-08-20

Hoy la Iglesia universal (¿sabías que la palabra “católica” quiere decir “universal”?) celebra la Fiesta de san Lorenzo, mártir. Lorenzo fue uno de los siete diáconos de la Iglesia de Roma, en donde fue martirizado el 10 de agosto de 258. El papa Sixto lo había ordenado diácono y nombrado administrador de los archivos y los bienes de la Iglesia, y el cuidado de los pobres. Se le venera como santo patrón de los bibliotecarios.

Lorenzo es uno de esos santos cuya vida está rodeada de anécdotas y leyendas, entre las que podemos resaltar que se dice que entre los tesoros de la Iglesia cuya custodia se le habían confiado a Lorenzo estaba el “Santo Grial”, es decir, la copa utilizada por Jesús en la institución de la Eucaristía durante la última cena. A partir de ahí se han urdido toda clase de leyendas e intrigas, sobre todo para aquellos que gustan de ese tipo de historias

Otra anécdota cuenta que cuando el papa Sixto fue asesinado, el alcalde pagano de Roma le pidió a Lorenzo que le entregara todas las riquezas de la Iglesia, a lo que éste le pidió tiempo para recolectarlas. Entonces fue y recogió a todos los pobres, huérfanos, viudas, enfermos, tullidos, ciegos y leprosos que él atendía y se los presentó al alcalde diciéndole: “Estos son los tesoros de la Iglesia”. El alcalde, furioso por la actuación de Lorenzo lo condenó a muerte diciéndole: “Pero no creas que morirás en un instante, lo harás lentamente y soportando el mayor dolor de tu vida”.

Precisamente con su martirio tiene que ver la tercera anécdota. La “muerte lenta” que le prometió el alcalde fue morir asado en una parrilla. Cuenta la leyenda que, en medio del martirio, dijo a su verdugo: “Dadme la vuelta, que por este lado ya estoy hecho”.

En ocasiones hemos hablado de la “letra chica” del seguimiento de Jesús y cómo Jesús tiene una cruz distinta para cada uno de nosotros, según sus misteriosos designios. Lorenzo leyó esa letra chica y aceptó seguir a Jesús y dar testimonio de su Palabra sin importar las consecuencias. Con su muerte dio testimonio de la resurrección de Jesús (la palabra “mártir” quiere decir “testigo”) y logró que la Palabra de Dios diera fruto en abundancia.

La lectura evangélica que nos propone la liturgia para esta Fiesta (Jn 12,24-26) le da sentido al martirio de Lorenzo: “Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará”.

Jesús nos invita a seguirle y nos advierte lo que nos espera. Lorenzo lo siguió hasta la muerte. Y pensar que a nosotros se nos hace tan difícil seguirlo en el sufrimiento, aún en las cosas más pequeñas, insignificantes, que a veces sacamos de proporción y nos parecen tan “dolorosas”. ¡Atrévete! No te vas a arrepentir. ¿Sabes cuál es el secreto? Una sola palabra: Amor.

REFLEXIÓN PARA EL DÉCIMO NOVENO DOMINGO DE T.O. (A) 09-08-20

“Después del fuego, se oyó una brisa tenue…”

La lectura evangélica que nos ofrece la liturgia para hoy (Mt 14,22-33) es la misma que contemplamos el pasado martes de la decimoctava semana, por lo que les remitimos a nuestra reflexión para ese día.

Como primera lectura (1 Re 19,9a.11-13a) se nos ofrece hoy el episodio que nos presenta al profeta Elías llegando al monte Horeb (el Sinaí) y entrando en una cueva para pasar la noche. Allí escuchó la voz del Señor que le dijo: “Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va pasar!”

Para entender bien este pasaje tenemos que ponerlo en contexto. La reina Jezabel había amenazado con dar muerte a Elías y este decidió huir del país y dirigirse al monte Horeb para ponerse a salvo. Caminó durante cuarenta días por el desierto (rememorando la marcha de cuarenta años del pueblo de Israel por el desierto) hasta legar a su destino. Durante su marcha por el desierto fue alimentado por un pan que le traían los ángeles (pan bajado del cielo). Luego, al igual que Moisés, Elías se metió en una cueva (Cfr. Ex 33,22), y allí el Señor le habló anunciándole su paso inminente. Vemos un claro paralelismo entre Moisés y Elías (los mismos personajes que se hacen presente en el pasaje de la Transfiguración). La Escritura nos está diciendo que la enseñanza de Elías está enraizada en la obra de Moisés.

La diferencia entre ambos estriba en la manifestación de la presencia de Dios. Mientras en el Éxodo vemos esa presencia manifestada con vientos huracanados, terremotos y fuego (Cfr. Ex 19), en el caso de Elías es todo lo contrario: Cuando el Señor le dijo que saliera de la cueva y se pusiera de pie, porque Él iba a pasar, “vino un huracán tan violento que descuajaba los montes e hizo trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva”.

Contrario a los pueblos paganos (y el mismo pueblo de Israel antes de Elías), que asociaban los fenómenos naturales a la presencia de Dios, este se le presenta a Elías como el sonido de una “brisa tenue”, como un susurro. El susurro se define como “el silbido de un silencio tenue”. Esto nos evoca aquella suave brisa de que la habla Jesús a Nicodemo (Jn 3,8). Elías nos anuncia una nueva forma de ver a Dios.

Y es que así es Dios; se nos manifiesta sin ruidos, sin sonido de trompetas, sin coros de ángeles. Se manifiesta en las cosas sencillas, cotidianas de la vida. Cuentan que Santa Teresa tuvo su primer arrebato místico mientras fregaba los trastes en el convento…

Muchas veces, especialmente en esos períodos de aridez espiritual que sufrimos, que nos hacen clamar: “Señor, ¿Dónde estás? ¡Muéstrame tu rostro!”, finalmente descubrimos que no lo encontramos porque lo buscamos en el lugar equivocado; ha estado “escondiéndose” a plena vista, en los hambrientos, los sedientos, los inmigrantes, los desnudos, los enfermos, los presos… (Cfr. Mt 25,31-46).

Hoy, día del Señor, pidámosle que nos conceda la gracia de encontrarle en las cosas sencillas de cada día.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN, FUNDADOR DE LA ORDEN DE PREDICADORES 08-08-20

La Orden de Predicadores (Dominicos) celebra hoy la Solemnidad de nuestro padre y fundador Santo Domingo de Guzmán, y en esta fecha celebramos la liturgia propia de la solemnidad, apartándonos de las lecturas correspondientes al tiempo ordinario.

Como primera lectura propia de la Solemnidad, se nos ofrece un texto de la Primera Carta del Apóstol san Pablo a los Corintios (2,1-10a), que nos presenta el secreto de la predicación de Pablo: “Cuando vine a ustedes a anunciarles el testimonio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre ustedes me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a ustedes débil y temeroso; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios”. Pablo termina este pasaje diciendo: “«Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman». Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”.

Ahí está el secreto de la evangelización: predicar a Jesús muerto y resucitado, y las maravillas que ha obrado en cada uno de nosotros a través de su Santo Espíritu. El Padre Emiliano Tardiff lo expresó de manera elocuente: “Un evangelizador es ante todo un testigo que tiene experiencia personal de la muerte y resurrección de Cristo Jesús y que transmite a los demás, más que una doctrina, una persona que está viva, que comunica vida y vida en abundancia. Después, solo después y siempre después, se debe enseñar la catequesis y la moral. A veces estamos muy preocupados en que la gente cumpla los mandamientos de Dios antes de que conozcan al Dios de los mandamientos”.

De Santo Domingo se dice que “hablaba con Dios o de Dios”. Hablaba con Dios porque era hombre de oración, estudio de la Palabra y contemplación de la verdad revelada a través del estudio. El fruto de esa contemplación, que es el conocimiento de Dios, es lo que le permitía “hablar de Dios”, es decir, compartir con otros su experiencia de Dios como “una persona que está viva que comunica vida y vida en abundancia”. Ese fue el secreto de Pablo, y el secreto de Domingo de Guzmán, y es el ejemplo que debemos emular.

Como lectura evangélica contemplamos a Lc 9,57-62, que nos presenta dos frases que resumen las exigencias del seguimiento de Jesús: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. “Deja que los muertos entierren a sus muertos, tú vete a anunciar el Reino de Dios”. Jesús no solo abandonó su casa, sino que junto a ella abandonó también a su familia, especialmente a su madre, que era la persona que más amaba. Cuando Jesús le dice a su discípulo que seguirlo a Él es más importante que cumplir con el piadoso deber de enterrar a los muertos, lo hace con todo propósito, para recalcar la radicalidad del seguimiento, y que no hay nada más importante que el anuncio del Reino.

Domingo de Guzmán vivió esa radicalidad en el seguimiento de Jesús, e imprimió a la Orden ese carisma, que me honro compartir.

¡Santo Domingo de Guzmán, ruega por nosotros!

REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA DÉCIMO OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 07-08-20

“El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.

“El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta”. Con esa sentencia comienza la lectura evangélica que nos regala la liturgia para hoy (Mt 16,24-28).

Jesús no se cansa de repetirlo. Él nos ofrece la vida eterna, la felicidad eterna en Su presencia, arropados de ese Amor infinito que solo Dios puede prodigarnos, sin interrupciones, sin distracciones. Disfrutar de la “visión beatífica” de que nos habla santo Tomás de Aquino. ¿A quién le amarga un dulce?, dice el refrán. Pero ese dulce viene acompañado de lo que yo llamo la “letra chica”, que dice: “Carga con tu cruz y sígueme”. Uf, ¡qué difícil! Ahí es donde muchos se desaniman. Entonces resuenan las palabras de Jesús a los Doce cuando muchos de sus discípulos comenzaron a abandonarlo porque encontraban “muy duro” su mensaje: “¿También vosotros queréis marcharos? (Jn 6,67)”.

En una ocasión escuché una homilía en la que el predicador comparaba la cruz que Cristo nos invita a cargar para nuestra salvación, con el efecto secundario de un medicamento capaz de curarte una enfermedad. Se me ocurre tomar como ejemplo la quimioterapia, que es capaz de curar un cáncer o, al menos, prolongar considerablemente la vida del paciente, pero cuyos efectos secundarios pueden ser incómodos, desagradables, y hasta dolorosos. Así, podríamos decir que la cruz es el “efecto secundario” del seguimiento de Jesús.

Si somos capaces de soportar los efectos secundarios de un tratamiento médico para prolongar la vida terrenal, que de todos modos es temporal y va a terminar como quiera, ¿por qué se nos hace tan difícil aceptar la cruz que Cristo nos invita a cargar para alcanzar la vida eterna?

Lo mismo ocurre con los atletas, quienes sufren privaciones, se someten a estrictas disciplinas, y llevan su cuerpo a límites cada vez más extremos, a costa de dolor físico y agotamiento mental, con la esperanza (nunca la certeza) de ganar una carrera, o un partido, o cualquier otro evento deportivo. “Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros en cambio, por una incorruptible” (1 Co 9,25). ¿Cuánto más estaremos dispuestos a soportar con tal que alcanzar la “corona de gloria que no se marchita” que Cristo nos tiene prometida? Cfr. 1 Pe 5,4.

El Señor tiene una cruz para cada uno de nosotros. Cuando enfrentado con tu cruz el Señor te pregunte si tú también quieres marcharte, ¿qué le vas a contestar? Recordemos la contestación de Simón Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,68-69).

Recuerda, el Señor te invita a seguirle. El precio es alto, pero la recompensa es eterna.

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR 06-08-20

“Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. 

Hoy celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor, otro de esos eventos importantes que aparecen en los tres evangelios sinópticos. La liturgia de hoy nos presenta la versión de Mateo (17,1-9).

Nos dice la lectura que Jesús tomó consigo a los discípulos que eran sus amigos inseparables: Pedro, a Santiago y su hermano Juan, y los llevó a un monte apartado, que la tradición nos dice fue el Monte Tabor. Allí “se transfiguró delante de ellos”, es decir, les permitió ver, por unos instantes, la gloria de su divinidad, apareciendo también junto a Él Moisés y Elías, “conversando con Él”.

Como hemos dicho en ocasiones anteriores, esta narración está tan preñada de simbolismos, que resulta imposible reseñarlos en estos breves párrafos. No obstante, tratemos de resumir lo que la transfiguración representó para aquellos discípulos.

Los discípulos ya han comprendido que Jesús es el Mesías; por eso lo han dejado todo para seguirlo, sin importar las consecuencias de ese seguimiento. Pero todavía no han logrado percibir en toda su magnitud la gloria de ese Camino que es Jesús. Así que Él decide brindarles una prueba de su gloria para afianzar su fe. Podríamos comparar esta experiencia con esos momentos que vivimos, por fugaces que sean, en que vemos manifestada sin lugar a dudas la gloria y el poder de Dios; esos momentos que afianzan nuestra fe y nos permiten seguir adelante tras los pasos del Maestro.

Pedro quedó tan impactado por esa experiencia, que cuando escribió su segunda carta (primera lectura de hoy, 2 Pe 1-16-19), lo reseñó con emoción, recalcando que fue “testigo ocular” de la grandeza de Jesús, añadiendo que escuchó la voz del Padre que les dijo: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”.

El simbolismo de la presencia de Moisés y Elías en este pasaje es fuerte, pues Moisés representa la Ley, y Elías a los profetas (la Ley y los Profetas son otra forma de referirse al Antiguo Testamento). Y el hecho de que aparezcan flanqueando a Jesús, quien representa el Evangelio, nos apunta a la Nueva Alianza en la persona de Jesucristo (los términos “Testamento” y “Alianza” son sinónimos); la plenitud de la Revelación.

Pero hay algo que siempre me ha llamado la atención sobre el relato evangélico de la Transfiguración. ¿Cómo sabían los apóstoles que los que estaban junto a Jesús eran Moisés y Elías, si ellos no los conocieron y en aquella época no había fotos? Podríamos adelantar, sin agotarlas, varias explicaciones, todas en el plano de la especulación.

Una posibilidad es que al quedar arropados de la gloria de Dios se les abrió el entendimiento y reconocieron a los personajes. Otra posible explicación que es que por la conversación entre ellos lograron identificarlos.

Hoy nosotros tenemos una ventaja que aquellos discípulos no tuvieron; el testimonio de su Pascua gloriosa, y la “transfiguración” que tenemos el privilegio de presenciar en cada celebración eucarística. Pidamos al Señor que cada vez que participemos de la Eucaristía, los ojos de la fe nos permitan contemplar la gloria de Jesús y escuchar en nuestras almas aquella voz del Padre que nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA DÉCIMO OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 05-08-20

“Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.

“Les aseguro que si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, dirían a esta montaña: ‘Trasládate de aquí a allá’, y la montaña se trasladaría; y nada sería imposible para ustedes” (Mt 17,20). Esa frase tan conocida de Jesús, que con variantes aparece en todos los sinópticos, está en la raíz de la enseñanza contenida en la lectura evangélica que nos presenta la liturgia de hoy (Mt 15,21-28): La importancia de la fe.

El evangelio de hoy nos presenta una mujer cananea (pagana) que no vacila en su fe; que se mantiene firme aún ante el aparente desprecio, e inclusive la aparente humillación por parte de Jesús; al punto que Jesús exclama: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y su hija, por quien había estado pidiendo, quedó sana.

Esta actitud contrasta con la de Pedro en el evangelio que leyéramos ayer, quien, al distraer su mirada del Señor, comenzó a hundirse; lo que provocó que Jesús le dijera: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”. Sí, Pedro, el mismo a quien luego Jesús le dirá: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” (Mt 16,18).

Pedro se sintió distraído por lo que ocurría en su entorno; el mar embravecido, el viento, y por un momento apartó su mirada de Jesús, lo que hizo que su fe se resquebrajara. La mujer cananea, por su parte, no se dejó turbar por sus circunstancias. No le importó el desprecio, la humillación, la burla de que seguramente fue objeto; y en ningún momento apartó su mirada de Jesús. Su fe se mantuvo íntegra.

Aquella mujer cananea creyó en Jesús y en su Palabra, y creyó que Jesús podía curar a su hija. Por eso no se rindió y continuó insistiendo (Cfr. Lc 11,13; 18,1-8). De ese modo “disparó” Su poder sanador. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

Otro detalle de este pasaje es que, con su gesto, Jesús abrió las puertas a los paganos, apartándose así del pensamiento judío de exclusividad como “pueblo elegido”. Pablo, el apóstol de los gentiles lo expresa con elocuencia: “Toda diferencia entre judío y no judío ha quedado superada, pues uno mismo es el Señor de todos, y su generosidad se desborda con todos los que le invocan” (Rm 10,12). “Todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios… Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno” (Gál. 26,28).

En nuestro peregrinar siguiendo los pasos del Maestro, surgirán muchas distracciones, muchas tormentas, muchos mares embravecidos, muchos aparentes desprecios de parte de Dios, muchos momentos en que Dios aparenta ignorar nuestras súplicas. Y la mujer cananea nos brinda el mejor ejemplo: perseverar en la fe. Y Jesús, que es el mismo ayer, hoy y siempre, nos dirá: “qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.

Señor yo creo, pero aumenta mi fe; dame la fe de la mujer cananea.