“María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán”.
El Evangelio de hoy nos narra el pasaje del
alto que Jesús hace en esa última “subida” a Jerusalén, para visitar a las
hermanas Marta y María (Lc 10,38-42). La Escritura nos dice que “Jesús quería
mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). Estos hermanos vivían en
Betania, una aldea distante como a cuatro kilómetros de Jerusalén, y Jesús
pernoctaba a menudo en su casa.
Nos dice la Escritura que mientras Marta
parecía una hormiguita tratando de tener todo dispuesto para servir al huésped
distinguido que tenían, María, “sentada a los pies del Señor, escuchaba su
palabra”. Marta, quien aparenta tener mucha confianza con Jesús, le pide que
regañe a María, y le diga que la ayude con los preparativos. Esta petición de
Marta suscita la famosa frase de Jesús que constituye el meollo de esta
perícopa: “Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una
es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán”.
El mensaje de Jesús es claro: Solo una cosa es
necesaria; escuchar y acoger la palabra de salvación que Él ha venido a traer.
Lo que Marta está haciendo no está mal; ella quiere servir al Señor, pero lo
verdaderamente importante no es el mensajero; es el mensaje de salvación que
trae su Palabra. En su afán de servir, Marta se desenfoca y olvida que Jesús no
vino a ser servido sino a servir (Mt 20,28). Jesús no quiere que le sirvan;
quiere que acojan el mensaje de salvación que Él ha venido a traer. Por eso María
ha escogido lo que debe, lo que Jesús considera verdaderamente necesario, se ha
concentrado en la escucha de la Palabra, actitud que Él mismo nos ha señalado es
más importante que cualquier relación, incluyendo la de parentesco (Cfr. Lc 6,46-49; 8,15.21).
Con su actitud, María se convierte en el
modelo del verdadero discípulo de Jesús y de toda la comunidad creyente. En los
cursos de formación cristiana que impartimos, al discutir el tema del
“discipulado”, utilizamos este pasaje para ilustrar dos de las seis
características del discípulo de Jesús: “se sienta a los pies del Maestro” y
“escucha al Maestro”. El verdadero discípulo tiene que escuchar la palabra,
acogerla, y vivirla, como María, madre de Jesús y su primera discípula, quien “conservaba
estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19.51).
Eso no quiere decir que debemos abandonar el
servicio al Señor, lo que significa es que en el afán de servir no podemos
apartarnos de la escucha de la Palabra, que es la que guía y da sentido y
significado a nuestro servicio. De ese modo nuestro servicio se convierte en
una respuesta a la Palabra.
En una ocasión leí un comentario sobre este
pasaje en el que el autor, cuyo nombre no recuerdo, decía que probablemente
Jesús, después de contestarle a Marta, se dirigió a María y le dijo: “Anda,
ahora ve a ayudar a tu hermana”.
Hoy, pidamos al Señor que abra nuestros oídos,
y más aún, nuestros corazones, para escuchar, acoger, y poner en práctica su
Palabra salvífica.
“Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve sed y no me dieron de beber…”
Hasta ahora la liturgia nos ha estado
ofreciendo como primera lectura para el tiempo ordinario, pasajes del Antiguo
Testamento. A partir de esta 27ma semana, y hasta el final del tiempo ordinario
(semana 34), estaremos contemplando lecturas del Nuevo Testamento, comenzando
con las cartas de Pablo.
Y como para “despertarnos”, Pablo (Gál 1,6-12) arremete con ira santa contra aquellos falsos pastores que pretenden predicarnos un evangelio distinto al de Jesucristo, adaptando su mensaje a lo que su feligresía quiere escuchar.
Y es que como hemos dicho en innumerables
ocasiones, el mensaje de Cristo tiene unas exigencias que muchos prefieren
ignorar, concentrándose en las partes “bonitas”, como si la Cruz no fuera parte
integrante de ese mensaje de salvación. “El que quiera seguirme…”
El Evangelio (Lc 10,25-37), por su parte, nos
presenta la conocida parábola del buen samaritano. Sobre esta parábola se han
escrito “ríos de tinta” (ahora diríamos gigabytes y gigabytes de
data). Además de la historia, edificante por demás, que nos presenta la misma,
algunos exégetas ven en la compasión del samaritano una imagen de la
misericordia de Dios, y en el regreso del samaritano al final de la parábola
una especie de prefiguración del retorno de Cristo al final de los tiempos.
Otros ven “claramente” en la parábola un reflejo de la historia de la salvación,
al igual que en las “parábolas del Reino”.
Hoy nos limitaremos a señalar que el relato
está precedido de una discusión sobre el mandamiento más importante: “Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas
y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,30-31); mandamiento que
recoge el Shemá que recitan los judíos (Dt 6,4) y hasta escriben en un
pergamino que colocan en la jamba derecha de las puertas de sus hogares en un
receptáculo llamado mezuzah, y el mandato sobre el prójimo contenido en
Lev 19,18. Jesús llevará este último mandamiento un paso más allá, al pedirnos
que amemos a nuestro prójimo, no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha
amado (Jn 13,34).
Lo cierto es que este relato nos enfrenta al
pecado más común que cometemos a diario y pasamos por alto, lo ignoramos. Me
refiero al pecado de omisión. Cuando
rezamos el “Yo pecador”, decimos que “…he pecado mucho de pensamiento, palabra,
obra y omisión”. Cuando pensamos en nuestros pecados, al hacer un examen de
conciencia, pensamos en las actuaciones en que hemos incurrido que resultan
ofensivas a Dios. Robar, matar, fornicar, mentir, etc., etc. ¿Pero qué de las
veces que habiendo podido ayudar al prójimo que lo necesitaba nos hacemos de la
vista larga? “Estoy muy ocupado… Voy tarde, y si me detengo… “Voy a ensuciarme
la ropa…”
“En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados
en el amor”, nos dice San Juan de la Cruz. Y eso no se lo inventó él; ¿acaso el
mismo Jesús no nos dijo: “Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y
me dieron de beber…? (Mt 25,35). En el mismo pasaje del “juicio final” Jesús
encarna el pecado de omisión: “Porque tuve hambre y no me diste de comer, tuve
sed y no me dieron de beber…” En otras palabras, no basta con abstenerse de
cometer “actos” pecaminosos; peca tanto el que roba el pan ajeno, como el que
pudiendo dar de comer al hambriento no lo hace. Es decir, para pecar no es
necesario hacer el mal, basta con no hacer el bien, teniendo la capacidad y los
medios para hacerlo. A veces se trata tan solo de prestar nuestros oídos a un
hermano que necesita desahogarse, y “no tenemos tiempo…”
Y se nos olvida que en nuestro prójimo, en
cada uno de nuestros hermanos, está la persona de Cristo; pero somos tan ciegos
que no lo vemos. “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más
pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,45).
¡Cuántas veces actuamos como el sacerdote o el
levita de la parábola!
“Reconozco que lo puedes todo, y ningún plan es irrealizable para ti”.
La liturgia de hoy nos presenta la conclusión
del libro de Job (42,1-3.5-6.12-16). En la primera lectura de ayer (38,1.12-21;
40,3-5) veíamos cómo Dios le planteaba a Job, y este reconocía, la grandeza y
soberanía de Dios y lo insondable de sus misterios, y terminaba reconociendo su
pequeñez. La semilla de la fe.
Hoy vemos la respuesta de Job: “Reconozco que
lo puedes todo, y ningún plan es irrealizable para ti, yo, el que te empaño tus
designios con palabras sin sentido; hablé de grandezas que no entendía, de
maravillas que superan mi comprensión. Te conocía sólo de oídas, ahora te han
visto mis ojos; por eso, me retracto y me arrepiento, echándome polvo y
ceniza”. Job reconoce que tenía una idea errónea de Dios. Así, desde el
sufrimiento, aprende a conocerle; se consolida su fe.
En este pasaje encontramos también el diálogo
entre Dios y el hombre que constituye la verdadera oración; ese diálogo entre
Dios y el hombre motivado por la fe, y que a la vez sirve para fortalecer,
acrecentar esa fe. Dios nos habla; nosotros le escuchamos y le respondemos.
Como nos dice Nöel Quesson, “una de las mejores definiciones de la
‘oración’: dialogar con Dios. Escuchar a Dios, hablar a Dios”. Es mediante la
oración que conocemos mejor a Dios; y mientras más le conocemos, más le amamos;
y mientras más le amamos, más queremos conocerle.
Y a pesar de que este libro de Job, junto a
los otros libros sapienciales, ya comienzan a apuntarnos al concepto de la
retribución, el “premio” en la vida eterna (contrario al concepto judío de que
el hombre “justo” recibía su “recompensa” en este mundo – algo similar a esas
sectas de hoy en día que predican la “prosperidad”), en Job encontramos que al
final, por haber perseverado en su fe a pesar de todas las calamidades que tuvo
que soportar, Dios le premia con una prosperidad superior a la anterior. Y el
autor, en un final más apetecible para el lector de la época, nos dice que Job
vivió una larga vida rodeado de sus hijos e hijas, nietos y biznietos. “Y Job
murió anciano y satisfecho”.
Con la llegada del Cristo y su misterio
pascual (su pasión, muerte, resurrección y glorificación), que nos abrió el
camino a la vida eterna, vemos en este “final feliz” de Job un tímido anticipo
de la verdadera felicidad que nos espera en la “Nueva Jerusalén”, cuando
estemos contemplando el rostro de Dios por toda la eternidad (Cfr. Ap 21,3-5).
Hoy, pidamos al Señor que, aunque a veces por
nuestra debilidad humana le reclamemos, y hasta le recriminemos en nuestros
momentos de prueba, nos brinde la fortaleza y la perseverancia en la fe que
mostró Job. Así nuestras tribulaciones se convertirán en experiencias de
purificación que, lejos de alejarnos, nos acercarán más a Él, asemejándonos a
su Hijo.
Que pasen todos un hermoso fin de semana lleno de la PAZ que sólo Dios puede brindarnos. No olviden visitar su Casa, aunque sea de forma virtual; Él les espera.
“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”.
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
El Evangelio que contemplamos hoy (Lc 10,1-12)
nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalara que Lucas
es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos
narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
) nos presenta el envío misionero de los “setenta y dos”. Cabe señalar que Lucas es el único que nos narra este envío, además del de los “doce”, que también nos narra Mateo (9,37; 10,15).
“La mies es abundante y los obreros pocos;
rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Con esa
aseveración, Jesús envía a ese primer “ejército” de misioneros. Ya no se trata
solo de los apóstoles, sino de un nutrido grupo de discípulos, es decir, de
seguidores de Jesús, de los que le escuchan, de los que han “dejado todo” para
seguirle.
Probablemente Lucas incluye este relato para
enfatizar la “catolicidad” (católico quiere decir “universal”), el alcance de
la misión, que por su extensión es imposible de realizar solo por los “doce”. Para
alcanzar esa meta se necesitan más “obreros”, y para lograr ese propósito Jesús
instruye a sus discípulos utilizar el arma más poderosa que Él conoce, la
oración: “…rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Y no
es por casualidad que este relato evangélico se escoja para un jueves, día en
que se acostumbra celebrar la hora santa por las vocaciones. Es un llamado a
todos nosotros a orar por las vocaciones.
No obstante, la Iglesia, especialmente después
del Concilio Vaticano II, ha sido clara en enfatizar que la tarea de
evangelización no puede ser de la exclusividad del clero y las personas
consagradas a la vida religiosa. Nosotros, los laicos, estamos llamados a evangelizar,
a llevar la Buena Noticia del Reino a todos, en todo momento, en todo lugar; de
palabra, pero sobre todo con nuestras obras. “La mies es abundante y los
obreros pocos”. Esa frase de Jesús es tan pertinente hoy como cuando Él la
pronunció; y tal vez más que entonces.
El papa Francisco nos ha exhortado a salir a
la calle, a hacer ruido, a “armar lío”: “Quiero lío, quiero que la Iglesia
salga a la calle”. Y ese llamado no es solo para los jóvenes ante quienes
pronunció esas palabras; va dirigido a todos nosotros, sacerdotes, religiosos,
laicos. Solo así haremos realidad el mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15).
En los pasados días hemos estado leyendo cómo
Jesús nos “llama” a todos nosotros, sus discípulos, no sin advertirnos de las
implicaciones que conlleva el seguimiento. No hay duda, “el dueño de la mies”
necesita obreros; ha colocado un letrero en su campo, en el que se enumeran los
requisitos, las exigencias del mismo. Es un llamado a examinarnos y
preguntarnos: “Ese trabajo, ¿es para mí?; ¿estoy dispuesto a cumplir con esas
exigencias?” Y, ¿cómo puedo saber si ese trabajo es para mí? No hay duda que la
vocación (incluyendo la vocación del laico) es un don, una gracia, un regalo,
un “llamado” de Dios (Cfr. 1 Co 15,10). Si sientes el llamado, consulta con el
Padre en oración, como el mismo Jesús lo hizo siempre. Seguro encontrarás la
respuesta. Pero, no importa cuál sea esa respuesta, te invito a no dejar de
orar para que dueño siga enviando obreros a la mies.
¿Estoy dispuesto a seguir los pasos del Maestro atendiendo a su llamado con todo lo que ese seguimiento implica?
Como primera lectura para hoy la liturgia continúa con el libro de Job (9,1-12.14-16) y la conversación que tiene con los tres amigos que vienen a consolarlo pero que, lejos de hacerlo, lo que logran es hacer más difícil su aceptación de lo que le está sucediendo. Job se mantiene firme en que es imposible escudriñar los misterios de Dios, y cómo Él, en su infinita sabiduría dispone todo sin que podamos encontrar la respuesta a la famosa pregunta: ¿por qué?
La segunda lectura (Lc 9,57-62) nos presenta a
Jesús, que continúa esa última “subida” a Jerusalén para enfrentar su hora
suprema. Con tres frases lapidarias, dirigidas a tres de los discípulos que le
acompañaban, Jesús expone las “condiciones” del seguimiento.
Vemos de entrada que el primero no es
“llamado” por Jesús, sino que se ofrece voluntariamente. Jesús se limita a
enumerar las dificultades, las privaciones, los sacrificios que el verdadero
discípulo de Él ha de enfrentar. Es obvio que ese “voluntario” no está
consciente que Jesús va camino a enfrentar su muerte, y que el discípulo tiene
que estar dispuesto a compartir la misma suerte que su maestro.
El segundo sí es llamado, con la palabra única
que Jesús suele utilizar: “Sígueme”. Este también pretende imponer sus propias
condiciones al Maestro: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”, a lo que
Jesús responde: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a
anunciar el reino de Dios”. Con esta exageración, rayando en la locura, Jesús
pretende sacudir al discípulo con el propósito de transmitir el mensaje de que
NADA es más importante que el seguimiento y la misión. Más adelante lo dirá con
toda claridad: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su
madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia
vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26). Palabras fuertes, pero Jesús exige
ese seguimiento radical, incondicional. Por eso muchos son los llamados pero
pocos los escogidos (Mt 14,22).
Con el tercer discípulo Jesús acentúa otra
característica que Él espera en el verdadero discípulo. El discípulo le pide
tiempo para ir a despedirse de su familia. De nuevo el apego a las relaciones
familiares que nos proporcionan “seguridad”. Nuevamente una respuesta tajante
de parte de Jesús: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale
para el reino de Dios”. Está claro que Jesús no quiere seguidores a medias. Una
vez se comienza el seguimiento, ya no hay marcha atrás; aquí es que se prueban
los verdaderos discípulos. Él nos quiere calientes o fríos, no tibios, porque
si nos tornamos tibios Él va a “vomitarnos” de su boca (Ap 3,15).
El mensaje de Jesús es claro. Él nos invita a
seguirle, pero ese seguimiento implica sacrificios, privaciones, humillaciones,
persecuciones, pruebas. Hoy tenemos que preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a seguir
los pasos del Maestro atendiendo a su llamado con todo lo que ese seguimiento
implica?
Señor, envía tu santo Espíritu sobre nosotros para
que nos de fortaleza para sobreponer esas tibiezas que nos impiden perseverar
en el seguimiento de tu Hijo.
“Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”.
Desde hace una semana la liturgia nos ha
estado presentando como primera lectura los libros
sapienciales contenidos en el Antiguo Testamento de nuestra Biblia Católica.
Hasta ahora hemos contemplado pasajes de Proverbios, Sabiduría y Eclesiastés
(los libros sapienciales son siete, pero a la Biblia protestante le faltan dos:
Sabiduría y Eclesiástico). Hoy tomados el inicio del libro de Job (1,6-22), que
nos presenta la historia de un hombre recto y temeroso de Dios, a quien este
había favorecido con toda clase de bendiciones.
La lectura, haciendo uso de esos
antropomorfismos que encontramos en la Biblia, nos relata una conversación
casual entre Dios y Satanás en la cual Dios se ufana ante este último de lo
bueno que era su siervo Job. Satanás le responde que con todas las bendiciones
que ha recibido, cualquiera puede ser bueno y temeroso de Dios. En una especie
de “reto”, con el consentimiento de Dios, Satanás en un solo día le priva de
sus hijos, sus rebaños, sus pastores y su salud. Es aquí cuando Job pronuncia
su célebre exclamación: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo
volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre
del Señor”. Es la respuesta que se espera de un verdadero creyente. En lugar de
maldecir y renegar de Dios, Job acepta su sufrimiento y continúa alabando y
bendiciendo el nombre del Señor. Pero este pasaje no es más que el primer episodio
de un drama que se irá desenvolviendo a lo largo del libro. Job ganó el primer
“round”, pero Satanás no se dará por vencido; volverá al ataque.
El libro de Job nos plantea la milenaria
pregunta de por qué los justos, los inocentes, sufren. La respuesta de Job,
aunque imperfecta, es un atisbo de la respuesta definitiva que Jesús habrá de
brindarnos cinco siglos más tarde. Jesús, el “justo” por excelencia, despojado
de todo, torturado, crucificado y muerto en la cruz. La pregunta lleva
implícita otra sobre la retribución en el más allá, en la vida eterna, donde hemos
de recibir esa corona de gloria que no se marchita (Cfr. 1Pe 5,4; 1Co
9,25). Y la contestación definitiva la encontraremos en Su gloriosa
resurrección.
Este pasaje pretende enseñarnos que todo lo
que tenemos es por pura gratuidad de Dios y que, por tanto, nada nos pertenece.
“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su
cruz y me siga” (Mt 16,24; Cfr. Mc 10,17; Lc 18,18-23). La pregunta que
debemos meditar hoy es: ¿Cuando sirvo a Dios y a mis hermanos, lo hago pensando
en el “premio” que espero recibir en este mundo, o lo hago verdaderamente por
amor a Dios y al prójimo? Piensa en lo más preciado que tienes y pregúntate: Si
Dios me lo quitara hoy, ¿podría decir como Job “el Señor me lo dio, el Señor me
lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”? De la contestación a esa pregunta
puede depender tu salvación…
Que pasen una hermosa semana llena de
bendiciones, y de la PAZ que solo Dios puede brindarnos.
La lectura evangélica que nos presenta la
liturgia para este sábado de la vigesimoquinta semana del tiempo ordinario (Lc
9, 43b-45) se sitúa, dentro de la narración de Lucas, justo al final de la
actividad de Jesús en Galilea, antes del comienzo de la “subida” de Jesús a
Jerusalén.
Hasta ahora hemos visto el éxito de la
predicación de Jesús, pero sobre todo el entusiasmo y admiración generados
entre la gente que lo seguía, motivados primordialmente por sus milagros y
portentos. Una admiración “ficticia”. Jesús quería asegurarse que sus
discípulos no se dejaran apantallar por el éxito de su gestión; quería apartar
de ellos toda expectativa de mesianismo terrenal, enfatizando el fin que le
aguardaba, y cómo ese final habría de ser la culminación de su misión
salvadora.
En el pasaje que contemplamos ayer (Lc
9,18-22), vimos el primer anuncio de la pasión: “El Hijo del hombre tiene que
padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser
ejecutado y resucitar al tercer día”.
La lectura de hoy, que contiene el segundo
anuncio de la pasión en el relato de Lucas, comienza reiterando “la admiración
general por lo que (Jesús) hacía”. Tal parece que los discípulos se dejaban
contagiar fácilmente por ese entusiasmo. Jesús percibe esto y, por el lenguaje
fuerte que utiliza, parece regañar a sus discípulos: “Meteos bien esto en la
cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres”. Es como
si les dijera: “entiéndanlo bien, cabezones”.
A pesar de que el lenguaje utilizado por Jesús
alude claramente a los profetas Daniel (7,13-14) e Isaías (53,2-12), los
discípulos no lo entendieron. “Pero ellos no entendían este lenguaje; les
resultaba tan oscuro que no cogían el sentido”. No “cogían el sentido” porque estaban
disfrutando vicariamente del éxito de Jesús; algo así como cuando el manejador,
los luminotécnicos, sonidistas y músicos, se disfrutan el éxito de un famoso
cantante. Estaban embriagados por la fama de su maestro.
La realidad es que no comprendían porque no
querían comprender. No querían dañar aquello tan bueno que estaban sintiendo.
Por eso “les daba miedo preguntarle sobre el asunto”.
Algo parecido nos sucede a nosotros cuando
queremos disfrutar del amor, de la bondad y misericordia de Dios, pero no
queremos saber de la “cruz”. Preferimos tararear pretendiendo que cantamos,
como los niños malcriados, para no escuchar cuando Jesús nos dice: “El que
quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me
siga” (Mt 16,24). Tan solo nos gustan los pasajes “bonitos”, como cuando nos
dice: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré”
(Mt 11,28).
Se nos olvida que la Cruz representa el mayor
acto de amor, el triunfo definitivo de Jesús sobre la muerte, el camino hacia
la Gloria. En palabras de Lope de Vega: “Sin Cruz no hay Gloria ninguna, ni con
Cruz eterno llanto, Santidad y Cruz es
una, no hay Cruz que no tenga santo, ni santo sin Cruz alguna”.
“Aprendamos a dirigirnos al Él en oración fervorosa y confiada antes de tomar cualquier decisión importante en nuestras vidas”.
El Evangelio que nos presenta la liturgia de
hoy (Lc 9,18-22), es secuela del que leíamos ayer (Lc 9,7-9), cuando Herodes
trató de averiguar quién era ese Jesús de quien tanto había oído hablar, y unos
le dijeron que era Juan Bautista resucitado, otros que Elías u otro de los
grandes profetas. Pero hoy es Jesús quien pregunta a sus discípulos: “¿Quién
dice la gente que soy yo?”. La respuesta de los discípulos es la misma.
Entonces les pregunta: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Esa pregunta
suscita la “profesión de fe” de Pedro (“El Mesías de Dios”), y el primer
anuncio de la pasión por parte de Jesús (“El Hijo del hombre tiene que padecer
mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado
y resucitar al tercer día”).
Pero lo que quisiéramos resaltar de esta lectura es que al comienzo de esta se dice que Jesús “estaba orando solo”; y luego de orar, de tener ese diálogo amoroso con el Padre, es que interroga a sus discípulos para determinar si estaban conscientes de su mesianismo y, de paso, les anuncia su pasión para borrar cualquier vestigio de mesianismo triunfal en el orden político o militar que estos pudieran albergar. Me imagino que en esa oración también pidió al Padre que iluminara a sus discípulos para que aceptaran lo que él les iba a comunicar.
Cabe señalar que de todos los evangelistas
Lucas es quien tal vez más resalta la dimensión orante de Jesús. De hecho, Lucas
es el único que enmarca este pasaje en un ambiente de oración (comparar con Mc
8,27-33 y Mt 16,13-20). Así, Lucas nos presenta a Jesús en oración siempre que
va a suceder algo crucial para su misión, o antes de tomar cualquier decisión
importante (Cfr. Lc 3,21; 4,1-13; 6,12; 9,29; 11,1; 22,31-39; 23,34; 23,46).
Esta oración de Jesús en los momentos
cruciales o difíciles nos muestra la realidad de su naturaleza humana, en ese
misterio insondable de su doble naturaleza: “verdadero Dios y verdadero
hombre”. Vemos como Jesús se alimentaba de la oración con el Padre para obtener
la fuerza, la voluntad y el valor necesario para que su humanidad pudiera
llevar a cabo su misión redentora. Tan solo tenemos que recordar el drama
humano de la oración en el huerto. Aquella agonía, aquel miedo, no formaban
parte de una farsa, de una representación teatral. Fueron tan reales e intensos
como su oración. Jesús verdaderamente estaba buscando valor, ayuda de lo alto.
Y a través de esa oración, y el amor que se derramó sobre Él a través de ella, su
naturaleza humana encontró el valor para enfrentar su máxima prueba.
Hoy, pidamos al Padre que, siguiendo el ejemplo
de su Hijo, aprendamos a dirigirnos al Él en oración fervorosa y confiada antes
de tomar cualquier decisión importante en nuestras vidas, y cada vez que
enfrentemos esas pruebas que encontramos en nuestro peregrinar hacia la Meta,
con la certeza que en Él encontraremos la luz que guíe nuestros pasos y el
valor y la aceptación necesarios para enfrentar la adversidad.
“Herodes se enteró de lo que pasaba y no sabía a qué atenerse”.
El Evangelio que nos presenta la liturgia de
hoy (Lc 9,7-9) es uno de esos que tenemos que leer dentro del contexto en que
se suscita la escena. Jesús acaba de enviar a los “doce”, y el revuelo que
causan despierta la curiosidad de Herodes Antipas, el que había hecho decapitar
a Juan el Bautista, e hijo de Herodes el Grande, responsable de la matanza de
los niños inocentes que hizo huir a Egipto a la Sagrada Familia.
Herodes escucha el nombre de Jesús de Nazaret
como responsable de ese barullo y quiere saber quién es. La Escritura nos dice
que “Herodes se enteró de lo que pasaba y no sabía a qué atenerse, porque unos
decían que Juan había resucitado, otros que había aparecido Elías, y otros que
había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas”.
Herodes había oído hablar de los milagros de
Jesús, de cómo Él y sus discípulos echaban demonios. En el relato paralelo de
Mateo, esta “fama” de Jesús, además de evocarle la muerte del Bautista, le
despierta el remordimiento que sentía por la muerte de este, a quien se vio
obligado a matar por culpa de Herodías (Mt 14,1-12).
Termina el pasaje diciendo que Herodes “tenía
ganas de ver a Jesús”. Muchas veces la curiosidad se convierte en la chispa que
enciende la fe. Herodes tuvo la oportunidad de su vida: la posibilidad de tener
un encuentro personal con Jesús. Irónicamente eso no ocurriría hasta que
Herodes jugara un papel importante en el misterio pascual de Jesús,
específicamente en su pasión y muerte.
Cuando Pilato envió a Jesús ante Herodes (Lc
23,7-11) este se puso contento, pues tenía deseos de conocerle (Lucas es el
único evangelista que narra este pasaje). Ahí se pone de manifiesto que la
“curiosidad” de Herodes no estaba motivada por la fe; era realmente para ver si
Jesús podía divertirle haciendo un par de milagros. Es decir, estaba interesado
en verle hacer un par de “trucos”, lo trató como si fuera un bufón de la corte.
Esa curiosidad malsana le impidió reconocer al verdadero Jesús y terminó
burlándose de Él y devolviéndoselo a Pilato.
¡Cuántas veces durante nuestras vidas nos
encontramos con Jesús, lo tenemos enfrente y no lo reconocemos! Cada vez que
nos topamos con una persona sin hogar, o con alguna deformidad o enfermedad
aparente, o una necesidad apremiante, puede que esa persona despierte nuestra
“curiosidad”. Pero como no podemos reconocer en ella el rostro de Jesús, y lejos
de divertirnos nos causa temor, o repulsión, o indiferencia, le devolvemos al
mundo para que se este encargue de ella.
No nos percatamos que acabamos de dejar pasar
la oportunidad de nuestras vidas: tener un encuentro personal con Jesús (Cfr. Mt 25,45).
Hoy, pidamos al Señor que nos conceda el don
de reconocer su rostro en nuestros hermanos, especialmente los más necesitados,
para que sirviéndoles a ellos le sirvamos a Él.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia de hoy (Lc 9,1-6), nos narra el “envío” de los doce, que guarda cierto
paralelismo con el envío de “los setenta y dos” que el mismo Lucas nos narra
más adelante (Lc 10,1-12). En ambos relatos encontramos unas instrucciones para
la “misión” casi idénticas. En la de los doce que contemplamos hoy nos dice: “No
llevéis nada para el camino: ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco
llevéis túnica de repuesto”. A los setenta y dos les dirá: “No lleven dinero,
ni alforja, ni sandalias…” La intención es clara; dejar atrás todo lo que pueda
estorbarles en su misión.
Es de notar que en ambos casos la “misión” es
la misma: el anuncio del Reino, que fue precisamente la misión de Jesús. “También
a las otras ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, porque
para eso he sido enviado” (Lc 4,43). Esa es la gran misión de la Iglesia,
anunciar al todo el mundo la Buena Nueva del Reino, dando testimonio del amor
de Jesús. Y de la misma manera que Jesús abandonó Nazaret dejándolo todo, eso
mismo instruye tanto a los apóstoles como a los setenta y dos.
Aunque hay ciertas variantes entre ambos
envíos, nos concentraremos en las citadas “instrucciones” a ambos grupos;
instrucciones que son de aplicación a todo discípulo, incluyéndonos a nosotros.
Ese “dejarlo todo”, incluyendo las cosas “básicas” para sobrevivir, es la
prueba del verdadero discípulo que confía en la Divina Providencia, y nos evoca
la vocación de los primeros apóstoles, quienes “abandonándolo todo, lo
siguieron” (Lc 5,11), y la de Mateo, que “dejándolo todo, se levantó y lo
siguió” (Lc 5,28). “Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan,
ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los
alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos?” (Mt 6,26).
Si creemos en Dios y le creemos a Dios,
sabemos que cuando Él nos encomienda una misión siempre va a proveer y permanecer
a nuestro lado, acompañándonos y dándonos las fuerzas para cumplirla (Cfr. Ex
3,12; Jr 1,8). Por eso el verdadero discípulo no teme enfrentar la adversidad.
“Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8,31).
Hoy, pidamos al Señor que nos permita
liberarnos de todo equipaje inútil que pueda estorbar u opacar la misión a la
que hemos sido llamados, de anunciar la Buena Noticia del Reino y el Amor de
Dios.
Hoy celebramos la memoria obligatoria de san
Pío de Pietrelcina, quien durante su vida supo vivir de manera heroica la
pobreza evangélica y el abandono a la Divina Providencia.
Pidamos la intercesión de san Pío de Pietrelcina, para que aprendamos a deshacernos de todo lo que pueda obstaculizar nuestro seguimiento de Cristo, y poder así anunciar eficazmente a todos la Buena Noticia del Reino y el Amor de Dios.