REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA 01-03-21

“La medida que uséis, la usarán con vosotros”.

El pasaje evangélico que leemos en la liturgia para hoy (Lc 6,36-38) comienza diciéndonos que seamos “misericordiosos” (otras traducciones dicen “compasivos”) como nuestro Padre es misericordioso. La compasión, la misericordia, productos del amor incondicional; el amor incondicional que el Padre derrama sobre nosotros (la “verdad” en términos bíblicos). La “medida” que se nos propone.

En otra ocasión Jesús nos decía: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”. (Mt 5,48). Y esa perfección solo la encontramos en el amor; en amar sin medida; como el Padre nos ama. Ese Padre que es compasivo y siempre nos perdona, no importa cuánto podamos faltarle, ofenderle, fallarle. Ese Dios que siempre se mantiene fiel a sus promesas no importa cuántas veces nosotros incumplamos las nuestras. En la primera lectura, tomada del libro de Daniel (9,4b-10), escuchamos al profeta “confesando” a Dios sus pecados y los de su Pueblo: “Señor, nos abruma la vergüenza: a nuestros reyes, príncipes y padres, porque hemos pecado contra ti. Pero, aunque nosotros nos hemos rebelado, el Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona”.

En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos hace un llamado a la conversión, a dar vuelta del camino equivocado que llevamos y cambiar de dirección (el significado de la palabra metanoia que san Pablo utiliza para “conversión”) para seguir tras los pasos de Jesús. Y si vamos a seguir los pasos de Jesús, si aspiramos a parecernos a Él (Cfr. Gál 2,20), buscamos en las Escrituras cómo es Él, y encontramos que es el Amor personificado. ¡Ahí está la clave! Para ser perfectos como el Padre es perfecto, tenemos que amar a nuestro prójimo como el Padre nos ama, como Jesús nos ama.

La primera lectura nos refiere a la misericordia de Dios hacia nosotros. Nos da la medida. El Evangelio nos refiere a la relación con nuestro prójimo. “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”. No se nos está pidiendo nada que Dios no esté dispuesto a darnos. “Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34).

Examino mi conciencia. ¡Cuántas veces soy intolerante! ¡Cuántas veces, pudiendo ser compasivo me muestro inflexible! ¡Cuán presto estoy a juzgar a mi prójimo sin mirar sus circunstancias, su realidad de vida! ¡Cuántas veces condeno la mota en el ojo ajeno y no miro la viga en el mío (Lc 6,41)! ¡Cuántas veces le niego el perdón a los que me faltan (“perdona nuestras ofensas…”), y le niego una limosna al que necesita o, peor aún, le niego un poco de mi tiempo (el pecado de omisión; el gran pecado de nuestros tiempos)!

Le lectura evangélica termina diciéndonos: “La medida que uséis, la usarán con vosotros” (Cfr. Mt 25-31-46). Estamos viviendo un tiempo de conversión y penitencia en preparación para la celebración de la Pascua de Resurrección (“¡Vivimos para esa noche!”). La Palabra de hoy nos enfrenta con nuestra realidad y nos invita al arrepentimiento y a tornarnos hacia Dios. “Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados” (Antífona del Salmo).

Todavía estamos a tiempo… Y tú, ¿qué vas a hacer?

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO 25-01-21

“…una gran luz del cielo me envolvió con su resplandor, caí por tierra y oí una voz que me decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?'”

Hoy celebramos la Fiesta litúrgica de la Conversión de san Pablo. Y la liturgia nos ofrece como primera lectura la narración de Pablo de su propia conversión (Hc 22,3-16). Como lectura alterna, se nos ofrece el mismo relato desde la perspectiva del narrador (Hc 9,1-22).

El relato de la conversión de san Pablo es tan denso, y lleno de simbolismo, que resulta imposible pretender analizarlo en el poco espacio disponible.

Nos limitaremos a preguntar: ¿Qué ocurrió en ese instante, en esa fracción de segundo que pudo haber durado ese rayo improviso, enceguecedor, que hasta le hizo caer en tierra?  Se trató sin duda de una de esas experiencias que cambian nuestras vidas y que, por su intensidad, resultan inenarrables; esas experiencias que producen la verdadera metanoia, palabra griega que se traduce como conversión, y se refiere a ese movimiento interior que solo puede surgir en una persona que tiene un encuentro íntimo con Cristo. “Metanoia” se refiere literalmente a una situación en que un caminante ha tenido que volverse del camino en que andaba y tomar otra dirección. Se trata de morir al hombre viejo para resucitar a una vida nueva en Cristo Jesús (Cfr. Rm 1,4).

En teología, esta metanoia se asocia al arrepentimiento, mas no un arrepentimiento que denota culpa o remordimiento; sino que es producto de una transformación en lo más profundo de nuestro ser, en nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la gracia divina.

Este encuentro fue el que le cambió radicalmente la existencia a Pablo.  En el camino a Damasco Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, “creyó en el Evangelio”. En esto consistió su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina.  En aquel momento Saulo comprendió que su salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del hecho que Jesús, por amor, había muerto también por él, el perseguidor, y había resucitado.

Pablo de Tarso era un hombre bueno; un buen judío; temeroso de Dios, observante de la ley; un verdadero fariseo. Pero nunca había tenido un encuentro con el Resucitado; nunca había experimentado ese Amor indescriptible.

Cuando nos enfrentamos a esa Verdad, que gracias al bautismo ilumina la existencia de todo cristiano, cambia completamente nuestro modo de vivir.  Convertirse significa, también para cada uno de nosotros, creer que Jesús “se entregó a sí mismo por mí”, muriendo en la Cruz (Cfr. Ga 2, 20) y, resucitado, vive conmigo y en mí; sí, contigo y en ti.

Todo el que se “convierte”, todo el que ha tenido un encuentro personal con Jesús y ha experimentado su Amor infinito, su Misericordia, tiene que comunicarlo a otros, tiene que compartir esa experiencia. Por eso Pablo, tan pronto fue bautizado, se alimentó y recuperó las fuerzas, “en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que Él era el Hijo de Dios” (Hc 9,19).

Hoy, en la fiesta de la Conversión de san Pablo, pidamos al Señor que derrame su Santo Espíritu sobre nosotros, para que podamos tener una profunda experiencia de conversión y de encuentro íntimo con Él, como la que tuvo Saulo en el camino de Damasco.

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA TRIGÉSIMA CUARTA SEMANA DEL T.O. (2) 25-11-20

“Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía”.

“Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Esas palabras, pronunciadas por Jesús a sus discípulos, conforman el Evangelio de hoy (Lc 21,12-19).

Jesús continúa su “discurso escatológico” que comenzara ayer; habla de lo que habría de suceder a sus discípulos antes de la destrucción la ciudad de Jerusalén y del Templo (año 70 d.C.). Curiosamente, cuando Lucas escribe su relato evangélico, ya esto había sucedido (Lucas escribe su evangelio entre los años 80 y 90). El mismo Lucas, en Hechos de los Apóstoles, nos narra las peripecias de los apóstoles Pedro, Pablo, Juan, Silas, y otros, y cómo los apresan, los desnudan, los apalean, y los meten en la cárcel por predicar el Evangelio, y cómo tienen que comparecer ante reyes y magistrados. Tal y como Jesús anuncia que habría de ocurrir.

El mismo libro nos narra que ellos salían de la cárcel contentos, “dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús” (Hc 5,41). Contentos además porque habían tenido la oportunidad de predicar el Evangelio, no solo en la cárcel, sino ante reyes y magistrados. Más aún, confiados en las palabras del mismo Jesús cuando les dijo: “Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. El llamado es a la confianza y la perseverancia; características del discípulo-apóstol; ese que escucha el llamado, lo acoge, y se lanza a la misión que Dios le ha encomendado. Discípulos de la verdad; verdad que hemos dicho es la fidelidad del Amor de Dios que nos lleva a confiar plenamente en Él y en sus promesas; Amor que hace que Jesús diga a sus discípulos: “En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). La promesa va más allá de salvar la vida: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

Lo hermoso de la Biblia es su consistencia. Ya Isaías nos transmitía la Palabra de Dios: “Ahora, así dice Yahvé tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. ‘No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yahvé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador’” (Is 43,1-3). Promesa poderosa… ¿Cómo no poner nuestra confianza en ese Dios?

Jesús es consistente en sus exigencias, pero igual lo es en sus promesas. Y nosotros podremos fallarle, pero Él nunca se retracta de sus promesas.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA TRIGÉSIMA PRIMERA SEMANA DEL T.O (2) 07-11-20

Ruinas de la ciudad de Filipos, hogar de la comunidad a la que Pablo dirige su carta.

En la primera lectura para hoy (Fil 4,10-19) Pablo continúa dirigiéndose a la comunidad de Filipos desde la prisión. Está contento porque acaba de recibir una ayuda económica de parte de ellos. Solo el que ha estado en prisión comprende la alegría que causa recibir un paquete, cualquier cosa, de parte de sus amigos o familiares. Por eso les da las gracias.

Pablo les agradece la ayuda, pero recalca que aunque está contento de recibirla, él no necesita de bienes materiales, ni para predicar el Evangelio ni para ser feliz: “Yo he aprendido a arreglarme en toda circunstancia. Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta”. Él encontró a Cristo y ya no necesita nada más. “Todo lo puedo en aquel que me conforta”…

Podrá estar tras unas rejas, pero el conocimiento de Jesús, y del amor de Dios, que es “la verdad”, lo hace sentirse libre (Jn 8,32). En otras palabras, Pablo ha encontrado la verdadera libertad. Ello le permite ser feliz en cualquier situación, en la hartura y la abundancia (y da gracias), o en el hambre y la privación (y no se queja, porque solo Cristo le basta). “Todo lo puedo en aquel que me conforta”… “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11,28). Como decía santa Teresa de Ávila: “quien a Dios tiene nada le falta sólo Dios basta”. Los que me conocen bien, saben lo cerca que me toca esta lectura…

Es por eso tal vez que Jesús no se cansa de advertirnos contra los peligros de la riqueza, que puede desviar nuestra atención de las cosas que tienen verdadero valor (las cosas del Reino), y convertirse en un obstáculo para nuestra salvación. De ahí que en el Evangelio de hoy (Lc 16,9-15) nos diga: “Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”.

El mensaje de Jesús es claro: el dinero no es el “verdadero bien”. La riqueza material puede que nos haga “tener”, pero eso no nos da la felicidad. La verdadera riqueza, la verdadera felicidad, está en conocer a “aquel que me conforta” y sabernos amados por Él. Y Pablo lo entendió a cabalidad.

Si tenemos la dicha de vivir en la abundancia, seamos agradecidos y compartámoslo con el que no tiene, “para que, cuando [nos] falte, [nos] reciban en las moradas eternas” (Lc 16,9). Porque sirviendo a nuestros hermanos, especialmente a los más necesitados, servimos a Cristo (Mt 25,40). Si nos encontramos en necesidad, demos gracias a Dios por todas sus bendiciones, pero sobre todo por su amor infinito y, con la confianza de un hijo que se dirige a su padre, imploremos su ayuda y misericordia infinitas.

“Todo lo puedo en aquel que me conforta”…

REFLEXIÓN PARA LA CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS 02-11-20

Hoy la Iglesia nos invita a orar por aquellos que han muerto y que se encuentran en el Purgatorio.

Hoy celebramos la conmemoración de todos los fieles difuntos, y uno de los Evangelios que nos propone la liturgia es Jn 14,1-6. Jesús sabe que su fin está cerca y quiere preparar a sus discípulos o, más bien, consolarlos, brindarles palabras de aliento. La mentalidad judía concebía el cielo como un lugar de muchas estancias o habitaciones. Pero Jesús le añade un elemento adicional: esas “estancias” están en la casa del Padre (“En la casa de mi Padre hay muchas estancias”), y esa casa es “su Casa” (más adelante, en los versículos 9 al 11 del mismo capítulo, les confirmará la identidad existente entre el Padre y Él).

Pero Jesús va más allá. Les promete que va a “prepararles” un lugar, y que cuando esté listo va a volver para llevarles con Él a la Casa del Padre (“volveré y os llevaré conmigo”). Es decir, no los va a abandonar; meramente va a prepararles un lugar, “para que donde estoy yo, estéis también vosotros”. Sabemos que el cielo no es un lugar, sino más bien un estado de ser, un estar ante la presencia de Dios y arropados por su Amor por toda la eternidad. Jesús nos hace partícipes de su naturaleza divina, y nos permite hacerlo desde “ya”, como un anticipo de lo que nos espera en la vida eterna (Cfr. Gál 2,20).

Antes de irse, Jesús nos dejó un “mapa” de cómo llegar a la Casa del Padre. Cuando Él les dice a los discípulos que “adonde yo voy, ya sabéis el camino”, y Tomás le pregunta que cómo pueden saber el camino, Jesús pronuncia uno de los siete “Yo soy” (Cfr. Ex 3,14) que encontramos en el Evangelio según san Juan: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”. La fórmula es sencilla. Para llegar a la Casa del Padre hay un solo camino: Jesús.

En esta conmemoración de los fieles difuntos la Iglesia nos invita a orar por aquellos que han muerto y que se encuentran en el Purgatorio, es decir, todos aquellos que mueren en gracia y amistad de Dios pero que tienen alguna que otra “mancha” en su túnica blanca. La Iglesia nos enseña que con nuestras oraciones podemos ayudar a ese proceso de “purificación” que tienen que pasar antes de poder pasar a formar parte de aquella “muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos”, que nos presentaba la liturgia de ayer (Ap 7,9). La oración y sufragios por los difuntos son consecuencia del dogma de la Comunión de los Santos contenido en el Credo, que asegura el maravilloso intercambio de la Gracia entre los miembros del Cuerpo de Cristo, y la deriva la Iglesia del segundo libro de los Macabeos, en el que Judas Macabeo “mandó ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de sus pecados” (2 Mac. 12, 46).

Hoy, elevemos una plegaria por todos los seres queridos que nos ha precedido, para que el Señor en su infinita misericordia perdone aquellas faltas que por su fragilidad humana puedan haber cometido, pero que no les hacen merecedores del castigo eterno, de manera que puedan comenzar a ocupar esa “estancia” que Jesús les tiene preparada en la Casa del Padre.

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA VIGÉSIMA NOVENA SEMANA DEL T.O. (2) 22-10-20

El símbolo ichtus o ichthys, creado por la combinación de las letras griegas ΙΧΘΥΣ en una rueda. Foto tomada en Éfeso, durante nuestra peregrinación por la ruta de san Pablo. El vocablo significa pez, pero constituye además un acrónimo: Ἰησοῦς Χριστός, Θεοῦ Υἱός, Σωτήρ (Iēsoûs Christós, Theoû Hyiós, Sōtḗr), que se traduce al español como Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador.

Como primera lectura hemos estado contemplando en los días pasados la carta del apóstol san Pablo a los Efesios. El texto de hoy (Ef 3,14-21) nos remite a la gratuidad del amor de Dios, ese amor que nos permite conocerle en la medida que nuestra capacidad finita lo permite.
“Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, pidiéndole que, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todos los santos, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano” (14-19).
Pablo habla de “doblar rodillas”, un gesto poco común entre los judíos, que acostumbran a orar de pie o sentados. El doblar rodillas implica postrarse en total adoración. Esa frase nos indica la profundidad de su oración por la comunidad de Éfeso, por la que pide que sus corazones sean “robustecidos” en la fe que, según Pablo, ha de estar enraizada y cimentada en el amor. Porque ese amor de Dios que se derrama sobre nosotros es lo que le da sentido a toda la doctrina de Jesús (Cfr. 1 Cor 13,1-3), lo que nos permite llegar al conocimiento de la verdad, esa verdad que nos hace conocer la verdadera libertad (Cfr. Jn 8,31-32). Y esa verdad no es otra cosa que la fidelidad del amor de Dios al hombre tal y como es. Es el amor de “Dios madre”, que ama a los hijos de sus entrañas no importa lo que hagan, y que siempre está presta a perdonarlos cuando regresan arrepentidos (Cfr. Lc 15,20-24).
Jesús nos ha dicho: “Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Y como nos dice Piet van Breemen: “Esta verdad es designada en el Antiguo Testamento con el término ‘emet’, que significa en el pensamiento judío, la solidez del amor de Dios. Cristo no vivió más que para eso: para convencernos de la verdad de que somos amados por Dios y de que ese amor es de fiar, hagamos lo que hagamos”. Pablo por su parte nos recuerda que solo cuando llegamos a ese conocimiento podemos llegar a nuestra “plenitud, según la plenitud total de Dios”.
Hoy, pidamos al Señor que abra nuestros corazones para que podamos recibir la plenitud de la auténtica verdad: que somos amados por Él, y que nos ama tal cual somos. Entonces no tendremos más remedio que reciprocar ese amor, y ese será nuestro camino a la conversión total de corazón.
Y de la misma manera que Pablo “dobla rodillas” por los de Éfeso, nosotros debemos hacer lo propio por nuestros hermanos para todos se salven, pues “esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2,3-4).

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE LA VIGÉSIMA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 17-10-20

“Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

Hoy continuamos la lectura de la Carta a los Efesios (1,15-23) que comenzáramos ayer. Al final del pasaje que contemplamos hoy vemos cómo Pablo entra ya “en materia” con lo que constituye el tema central de la Carta a los Efesios: la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. “Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

La lectura comienza con una acción de gracias de parte de Pablo por la fe de los destinatarios de la carta, unida a una oración pidiéndole a Dios que les conceda el “espíritu de sabiduría” y revelación a fin de que lleguen a conocer plenamente a Jesucristo. ¿Qué mejor podríamos pedir para alguien? Si llegamos a conocer a Jesús y su Palabra, que es el Amor, conoceremos la verdad, y esa verdad es la que nos proporcionará la libertad que solo los hijos de Dios y hermanos de Jesucristo pueden disfrutar (Cfr. Jn 8,32).

Pero no se detiene ahí. Continúa pidiendo a Dios que “ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro”.

Las implicaciones de lo que Pablo está pidiendo para sus hermanos de Éfeso son más profundas de lo que parece a simple vista. ¡Le está pidiendo a Dios que derrame sobre ellos la misma fuerza y poder que utilizó para resucitar a su Hijo! Cuando pedimos a Dios, y sobre todo cuando pedimos por nuestros hermanos, tenemos que aprender a ser generosos en nuestras peticiones, recordando que estamos pidiendo a nuestro “Abba”, que siempre nos escucha y no se cansa de prodigar dones a sus hijitos (Cfr. Mt 8,7-8). Y esa “fuerza” que resucitó a Jesús no es otra que la fuerza del Espíritu que el mismo Jesús nos prometió. Pero tenemos que invocarla y dejarnos arropar de ella. Y al igual que el amor, que mientras más se reparte más crece, mientras más la pedimos para nuestros hermanos, con mayor fuerza la recibimos.

Ese mismo Espíritu es el que nos permite incorporarnos a la Iglesia, que es el “cuerpo” de Cristo, donde encontramos su esencia misma, su persona, el Cristo total, la continuación de su obra eterna en el tiempo y el espacio.

Hoy, pidamos a Dios como lo hacemos en la liturgia eucarística: “no mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia”, de manera que siga derramando sobre ella su Santo Espíritu, para que sea lo que Él quiere que sea, a pesar de nuestra fragilidad humana.

Lindo fin de semana a todos, y no olviden visitar la Casa del Padre, aunque sea de forma virtual.

REFLEXIÓN PARA LA SOLEMNIDAD DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN, FUNDADOR DE LA ORDEN DE PREDICADORES 08-08-20

La Orden de Predicadores (Dominicos) celebra hoy la Solemnidad de nuestro padre y fundador Santo Domingo de Guzmán, y en esta fecha celebramos la liturgia propia de la solemnidad, apartándonos de las lecturas correspondientes al tiempo ordinario.

Como primera lectura propia de la Solemnidad, se nos ofrece un texto de la Primera Carta del Apóstol san Pablo a los Corintios (2,1-10a), que nos presenta el secreto de la predicación de Pablo: “Cuando vine a ustedes a anunciarles el testimonio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre ustedes me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a ustedes débil y temeroso; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios”. Pablo termina este pasaje diciendo: “«Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman». Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu”.

Ahí está el secreto de la evangelización: predicar a Jesús muerto y resucitado, y las maravillas que ha obrado en cada uno de nosotros a través de su Santo Espíritu. El Padre Emiliano Tardiff lo expresó de manera elocuente: “Un evangelizador es ante todo un testigo que tiene experiencia personal de la muerte y resurrección de Cristo Jesús y que transmite a los demás, más que una doctrina, una persona que está viva, que comunica vida y vida en abundancia. Después, solo después y siempre después, se debe enseñar la catequesis y la moral. A veces estamos muy preocupados en que la gente cumpla los mandamientos de Dios antes de que conozcan al Dios de los mandamientos”.

De Santo Domingo se dice que “hablaba con Dios o de Dios”. Hablaba con Dios porque era hombre de oración, estudio de la Palabra y contemplación de la verdad revelada a través del estudio. El fruto de esa contemplación, que es el conocimiento de Dios, es lo que le permitía “hablar de Dios”, es decir, compartir con otros su experiencia de Dios como “una persona que está viva que comunica vida y vida en abundancia”. Ese fue el secreto de Pablo, y el secreto de Domingo de Guzmán, y es el ejemplo que debemos emular.

Como lectura evangélica contemplamos a Lc 9,57-62, que nos presenta dos frases que resumen las exigencias del seguimiento de Jesús: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. “Deja que los muertos entierren a sus muertos, tú vete a anunciar el Reino de Dios”. Jesús no solo abandonó su casa, sino que junto a ella abandonó también a su familia, especialmente a su madre, que era la persona que más amaba. Cuando Jesús le dice a su discípulo que seguirlo a Él es más importante que cumplir con el piadoso deber de enterrar a los muertos, lo hace con todo propósito, para recalcar la radicalidad del seguimiento, y que no hay nada más importante que el anuncio del Reino.

Domingo de Guzmán vivió esa radicalidad en el seguimiento de Jesús, e imprimió a la Orden ese carisma, que me honro compartir.

¡Santo Domingo de Guzmán, ruega por nosotros!