El evangelio de hoy nos presenta la versión de
Lucas de las Bienaventuranzas (6,20-26). Lucas nos presenta solo cuatro
Bienaventuranzas, a diferencia de la versión de Mateo (5,1-11), que tiene ocho,
y es la más conocida. Lucas le añade a su relato cuatro “ayes”, o
“malaventuranzas”, en contrapunto con las cuatro Bienaventuranzas, enfatizando
de ese modo el contraste entre la “vieja Ley” y la “nueva Ley” que Jesús nos
propone, entre la Antigua Alianza y la Nueva Alianza, entre el Antiguo Testamento
y el Nuevo Testamento; signo inequívoco de que los tiempos mesiánicos han
llegado.
La Antigua Ley, basada en el decálogo, contenía
unas prescripciones de conducta específicas, cuyo cumplimiento en cierto modo
aseguraba la felicidad y prosperidad en este mundo. La pobreza, la enfermedad,
la esterilidad, eran consideradas producto del pecado. Si bien Jesús aseguró
que no había venido a abolir la ley y los profetas (Mt 5,17), no es menos
cierto que con las Bienaventuranzas los viró “patas arriba”. A eso se refería
cuando dijo en ese mismo pasaje que había venido a darle plenitud (Cfr. Rom 13,8.10).
La fórmula que Jesús nos propone es bien
sencilla: interpretar la ley desde la óptica del Amor. “Pues la ley entera se
resume en una sola frase: Amarás al prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14). Esto
nos permite ver el mundo a través de los ojos de Jesús. Antes cumplíamos con la
Ley por temor al castigo. Ahora lo hacemos por amor, o más aún, cuando amamos
como Jesús nos ama (Cfr. Jn 13,34),
cumplimos con la Ley. Como nos dice san Juan de la Cruz: “Al atardecer de la
vida, seremos examinados en el amor”.
Con las Bienaventuranzas Jesús le da
contenido, le da vida a los diez mandamientos. Ya no se trata de una serie de
normas escritas en piedra, ahora se trata de una ley escrita en nuestros
corazones. Esto nos evoca la profecía de Ezequiel: “quitaré de su carne el
corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 11,19b). O como dice el
profeta Jeremías: “pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus
corazones” (31,33).
Si leemos las Bienaventuranzas conjuntamente
con los ayes que le siguen, Jesús nos está diciendo que a los que ahora “les va
bien” y por eso creen merecerlo todo, les será más difícil alcanzar la
felicidad eterna, mientras a los débiles, los pobres, los marginados, los
perseguidos por causa de Él, serán saciados, reirán, serán recompensados. Y
como hemos dicho en ocasiones anteriores, la verdadera “pobreza” evangélica no
implica necesariamente estar desposeído; lo que implica es el desapego a los
bienes materiales. Se trata de poner a Dios y el amor al prójimo por encima de
todos los bienes materiales. “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más
pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).
Hoy pidámosle al Señor que nos permita vivir a
plenitud el espíritu de las Bienaventuranzas, para que seamos acreedores a su
promesa de vida eterna.
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mt 10,34-11,1) nos presenta la conclusión del “discurso
apostólico”, o de envío de los “doce”, antes de partir por su cuenta a “enseñar
y predicar en sus ciudades” (11,1).
Jesús quiere asegurarse que los apóstoles
tienen plena consciencia del compromiso que implica aceptar la misión, y lo
difícil, conflictiva y peligrosa que va a ser la misma. Ha utilizado toda clase
de ejemplos y alegorías, pero antes de concluir, por si no han entendido el
alcance de sus palabras, les habla en lenguaje más directo: “No penséis que he
venido a la tierra a sembrar paz; no he venido a sembrar paz, sino espadas. He
venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera
con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa”.
Así es el mensaje de Jesús, conflictivo. Él no
admite términos medios; nos quiere “calientes” o “fríos”, porque los “tibios”
no tienen cabida en el Reino (Cfr. Ap
3, 15-16). Ya lo había profetizado el anciano Simeón cuando llevaron al Niño a
presentar al Templo: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos
en Israel; será signo de contradicción” (Lc 2,34).
Todo el que acepta el llamado a predicar la
Buena Nueva del Reino va a encontrar oposición, burla, odio, persecución,
porque el mensaje de Vida eterna viene acompañado de unas exigencias que no
todos están dispuestos a aceptar.
Para enfatizar la radicalidad en el
seguimiento que espera de los apóstoles, Jesús lo contrapone a uno de los deberes
más sagrados del pueblo judío y del nuestro, el amor paterno y el amor filial:
“El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que
quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge
su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el
que pierda su vida por mí la encontrará”.
Jesús utiliza, como lo hace en otras
ocasiones, el recurso de la hipérbole con un fin pedagógico. No es que esté
renegando de las enseñanzas de los mandamientos y la Ley del amor contendida en
las Bienaventuranzas. Nos está diciendo que no puede haber nada que obstaculice
el seguimiento radical que se le exige a quien acepta continuar Su misión. Tenemos
que estar dispuestos a renunciar a todo, aún a aquellas personas o cosas que
son más importantes en nuestras vidas con tal de seguirlo.
Ahí es que el mensaje de Jesús se torna
conflictivo. Muchos no están dispuestos a abandonar el confort y la “seguridad”
que le brindan las personas, los placeres, las cosas terrenales, para aceptar la
invitación a coger nuestra propia cruz y seguirle, confiando tan solo en la
promesa de que Él no nos abandonará (Mt 10,24-33).
Que pasen una hermosa semana llena de la Paz
que solo el sabernos amados por Dios puede brindarnos.
La lectura evangélica que nos propone la liturgia para este decimocuarto domingo del tiempo ordinario es la misma que leímos recientemente para la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús (Mt 1,25-30). En nuestra reflexión para ese día centramos nuestra atención en el versículo 28: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.
Las lecturas de hoy, sin embargo, nos hacen
resaltar los versículos 25 y 29: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y
tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor”; y “Cargad
con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis
vuestro descanso”.
Ambos versículos son un eco de las primeras
dos bienaventuranzas (Mt 5,3-4): “Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque
ellos poseerán en herencia la tierra”. La pobreza de espíritu, que es del
desapego de las cosas materiales, nos lleva a la mansedumbre, a la humildad, a
no creernos superiores a los demás, a depender de la Providencia Divina. Solo
entonces podremos abrir nuestros corazones al Espíritu Santo, que es el Amor
que se profesan el Padre y el Hijo que se derrama sobre nosotros.
En la segunda lectura (Rm 8,9.11-13) san Pablo
nos dice: “Vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el
Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no
es de Cristo. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos
habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús
vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita
en vosotros”. Por eso puede proclamar: “Ya no vivo yo, es Cristo que vive en
mí” (Gál 2, 20).
La primera lectura (Zc 9,9-10) nos presenta la
figura del futuro Mesías entrando a Jerusalén, no como los reyes terrenales,
que llegaban llenos de gloria y poder político y militar, al son de trompetas y
acompañados de ejércitos, sino “modesto y cabalgando en un asno, en un pollino
de borrica”. A pesar de esta, y tantas otras profecías, cuando llegó, los suyos
no lo reconocieron (Cfr. Jn 1,11).
El pueblo judío, cansado y agobiado de ser
presa de cuatro imperios (babilónico, persa, griego y romano) durante cuatro
siglos, esperaba un libertador político, un rey guerrero que les devolviera su
independencia. Pero Jesús vino a traerles una libertad mayor; la libertad del
pecado y la muerte. Y para enfatizar su mensaje, optó por hacerlo desde la
pobreza. Nació pobre, teniendo por cuna un pesebre, vivió su vida en la
pobreza, en ocasiones sin tener dónde recostar la cabeza (Cfr. Mt 8,20),
y murió teniendo como su única posesión su ropa y una túnica que se echaron a
la suerte entre los soldados (Mt 25,35).
Cristo nos muestra el camino al Padre: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”. Cfr. Sal 22,2.
En el Sermón de la Montaña que hemos estado
leyendo en estos días, Jesús agrupa algunos consejos sobre la oración dados por
Él en varias ocasiones.
En el evangelio que leíamos ayer Jesús nos
decía: “cuando vayas a rezar, entra en tu aposento, cierra la puerta y reza a
tu Padre, que está en lo escondido”. Nos estaba enseñando la importancia de ese
tiempo “a solas” con el Señor, ese “coloquio amoroso” tan necesario para
desarrollar esa relación filial íntima con el Padre. Cuando hablo a mis
estudiantes de este tema siempre lo comparo con esas palabras que los novios se
dicen al oído. Palabras cuyo contenido solo ellos conocen, y que van cimentado
esos lazos de amor que siguen creciendo día a día. Así tiene que ser nuestra
relación con Dios.
En la lectura de hoy (Mt 6,7-15), Jesús nos
recalca la importancia de la oración personal, al aconsejarnos que no
seamos “como los gentiles, que se
imaginan que por hablar mucho les harán caso”. A lo que se refiere Jesús es que
si no acompañamos nuestra plegaria comunitaria, en alta voz, con la oración
personal, íntima, aquella se convierte en meras palabras que de tanto
repetirlas llegan perder su sentido y eficacia.
Jesús nos enseña la importancia de alabar, de
dar gracias, antes de pedir. Mucha veces nuestra oración, aún la personal, se
convierte en un listado de peticiones y quejas, olvidándonos de que el Padre,
que “ve en lo escondido”, ya conoce nuestras necesidades. Nos recuerda que toda
conversación (así debe ser la verdadera oración) con el Padre debe comenzar
dándole las gracias por la vida, por el privilegio de permitirnos dirigirnos a
Él como verdaderos hijos.
Además de enseñarnos a dirigirnos al Padre
como Abba, el nombre con que los
niños hebreos se dirigían a su padre (“Abba
nuestro…”), cuyo Reino esperamos, a aceptar Su santa voluntad, y a confiar en
Su divina providencia y protección contra las acechanzas del maligno, nos
establece la norma, la medida, en que vamos a ser acreedores de Su perdón
cuando le fallamos (que para la mayoría de nosotros es a diario): “perdónanos
nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido”.
Además de repetirlo mecánicamente (como los
gentiles cuya “palabrería” Él critica), ¿en algún momento nos detenemos a
pensar en lo que estamos diciendo respecto al perdón? Si le pedimos al Padre
que nos perdone en la misma medida que perdonamos a los que nos ofenden,
¿seremos acreedores de Su perdón? ¡Uf! Una vez más Jesús nos la pone difícil.
¿Quién dijo que el seguimiento de Jesús era fácil? “El que quiera seguirme…”
(Mt 16,24; Mc 8,34; Lc 9,23).
Nuevamente tenemos que decir: ¿Difícil? Sí.
¿Imposible? No. Él nos advirtió que el camino iba a ser empinado, pero nos dio
la herramienta para hacerlo llevadero. Hace dos días Él mismo nos decía: “Amad
a vuestros enemigos”. El Padre nos perdona porque nos ama, porque el perdón es
fruto del amor. Si le escuchamos y seguimos en lo primero (amar incluso a
nuestros enemigos), lo segundo (perdonar a los que nos ofenden) es consecuencia
lógica, obligada.
Finalmente, hemos de abandonarnos a Su santa
Voluntad, confiados en que Él en su infinita bondad y misericordia, nos
concederá todo y solo lo que nos conviene.
La liturgia sigue llevándonos de la mano por
el “discurso evangélico” (también llamado “discurso inaugural”) de Jesús que
comprende los capítulos 5 y 6 del Evangelio según san Mateo. El discurso
comienza con las Bienaventuranzas y luego pasa a establecer la diferencia entre
la Antigua Alianza fundamentada en la observancia de la Ley, y la Nueva Alianza
que interpreta la misma Ley humanizada con el espíritu de las Bienaventuranzas las
que, a su vez, están fundamentadas en la Ley del Amor.
Es este discurso Jesús nos reitera la primacía
del amor y la disposición interior sobre el formalismo ritual y el cumplimento
exterior de la Ley que practicaban los escribas y fariseos, presentándonos la
justicia del verdadero discípulo como superior a la de aquellos. Para
demostrarlo, en el pasaje que contemplamos hoy (Mt 6,1-6.16-18) utiliza las
tres prácticas penitenciales clásicas de los fariseos, la limosna, la oración y
el ayuno, que se refieren a nuestra relación con nuestro prójimo, con Dios y
con nosotros mismos.
Hoy Jesús nos describe el “cumplimiento”
exterior de los fariseos con las prácticas penitenciales aludidas, señalando
que, por no estar acompañadas de una disposición interior cónsona con los actos
y gestos exteriores, no son agradables a Dios.
Jesús se refiere a aquellos cuya conducta no
guarda relación alguna con lo que hay en sus corazones. Aquellos que aparentan
ser justos, ofrendan (asegurándose de que todos vean la denominación del
billete que echan en la canasta de las ofendas), oran y participan de las
celebraciones litúrgicas y los sacramentos con gran pompa, y se encargan de que
todos sepan cuándo ayunan y hacen otros actos penitenciales, mientras en su
interior están llenos de desprecio, envidias, rencor, soberbia, y hasta
delirios de grandeza, pues gustan de recibir el reconocimiento de todos y hacen
lo indecible para ocupar “puestos” en las comunidades de fe y ministerios
parroquiales. ¿Quién dijo que el fariseísmo había desaparecido?
Jesús utiliza una palabra para referirse a
estas personas: “hipócritas”. Esta palabra se deriva del griego hypokrites y significa “actor”, es
decir, alguien que representa un personaje en una obra de teatro. Esos, nos
dice Jesús, no tendrán recompensa del Padre, porque “ya han recibido su paga”
(el reconocimiento y el aplauso de los hombres). El reconocimiento por parte de
los demás nos podrá llenar de prestigio, de “gloria”, pero se trata de una
gloria terrenal, pasajera, efímera.
Como la Ley del Amor está escrita en nuestros
corazones, es allí donde se cumple, no en los gestos exteriores. Y el Padre, “que
ve en lo escondido”, nos juzgará según lo que hay en nuestros corazones. Por
eso nos reitera que si practicamos la limosna en secreto, si oramos en la
intimidad de nuestro ser, y si ayunamos manteniendo nuestro buen semblante, el
Padre, que “ve en lo secreto” nos recompensará. Porque habremos practicado la
caridad (el Amor) hacia Dios, nuestro prójimo y nosotros mismos; habremos
vivido el espíritu de las Bienaventuranzas.
“Al atardecer de la vida, seremos examinados
en el amor” (San Juan de la Cruz).
“Habéis oído que se dijo a los antiguos”… “Pues yo os digo”… Jesús ha venido repitiendo ambas frases en las lecturas de los últimos días. Entre ambas se establece el contraste entre la justicia antigua y la nueva que Jesús acaba de proclamar en el discurso de las Bienaventuranzas, así como la superioridad de la última sobre la primera. En la lectura evangélica de hoy (Mt 5,33-37) Jesús repite las mismas frases.
La segunda, “pues yo os digo”, establece la
autoridad de Jesús. Al utilizar ese lenguaje Jesús se presenta, no como un
profeta más, sino como la última autoridad. Los profetas siempre acompañaban
sus sentencias con “oráculo de Yahvé”, o “dice el Señor”. Jesús habla con su
propia autoridad como Hijo de Dios, y nos comunica cuál fue la intención del
Padre al comunicar la Ley a “los antiguos”. De ese modo nos ilumina sobre cuál
es la verdadera interpretación de la Ley; se nos presenta como su máximo intérprete.
Recordemos que hace unos días leíamos el
versículo 17 de este mismo capítulo de Mateo, en que Jesús recalca: “No creáis
que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar
plenitud”.
En el pasaje que examinamos hoy Jesús examina
otro precepto de la ley tradicional: “No juraréis en falso por mi nombre:
profanarías el nombre de tu Dios” (Lv 19,12). La Ley prescribía que todos
dijeran la verdad; por eso prohibía los juramentos falsos, es decir, poner a
Dios “como testigo” para sostener una falsedad. “Pues yo os digo que no juréis
en absoluto”, nos dice Jesús. De este modo Jesús retiene el espíritu de la Ley
y al mismo tiempo la lleva a su perfección: Siempre hay que decir la verdad. Si
todos decimos la verdad no hay necesidad de juramento, pues la palabra es la
propia garantía de su veracidad. Más allá de la letra de la Ley, Jesús nos revela
cuál es el objetivo último de este mandamiento: que todas las relaciones entre
las personas estén fundamentadas en la verdad.
A esto, Jesús añade que no debemos jurar por
Dios, “ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es
estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures
por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo pelo”. Jesús alude
a todos los circunloquios que los judíos utilizaban para no aludir directamente
a Dios al hacer sus juramentos falsos, en un intento de “cumplir” con la Ley al
no jurar en falso en Su nombre. ¿Cuántas veces tratamos de justificar nuestras
actuaciones, haciendo una interpretación acomodaticia de los mandamientos para
acallar nuestra conciencia y “sentirnos bien”?
“A vosotros os basta decir “sí” o
“no”. Lo que pasa de ahí viene del Maligno”. Jesús quiere que el
cristiano sea veraz, transparente, que su palabra sea su propia garante, que la
verdad brille por sí misma, porque la verdad viene de Dios. La mentira, y la
tentación de poner a Dios por testigo de la misma, por el contrario, vienen del
Maligno.
Señor, no nos dejes caer en la tentación de la
mentira, y líbranos de la acechanzas del Maligno.
En la lectura evangélica de hoy (Mt 5,27-32),
continuación de la de ayer, Jesús continúa su catequesis sobre la nueva Alianza
fundamentada en la Ley del amor que nos lleva a adorar en espíritu y verdad, a
diferencia del ritualismo exterior del culto judío. Se trata de cumplir con los
preceptos de la Ley, no por temor al castigo, sino mediante el ejercicio de la
libertad que nos proporciona el Amor de Dios que se derrama sobre nosotros en
la forma del Espíritu Santo. Es la Ley escrita, no en tablas de piedra ni en
pergaminos, sino en nuestros corazones (Cfr.
Jr 31,33; Hb 8,10).
Jesús nos propone una “relectura” del decálogo
a partir de la intención que Dios tenía al proclamarlo. Se trata de interpretar
los mandamientos según el espíritu de la Ley, no a base de una lectura literal.
La “plenitud” que Jesús vino a dar a la Ley no es otra cosa que su
interpretación a la luz de las virtudes expresadas en las Bienaventuranzas,
como la misericordia, la justicia, la verdad, etc. Es la “humanización” de la
Ley.
En el pasaje de hoy Jesús nos instruye: “Habéis
oído el mandamiento ‘no cometerás adulterio’. Pues yo os digo: El que mira a
una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior. Si tu
ojo derecho te hace caer, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que
ser echado entero en el infierno. Si tu mano derecha te hace caer, córtatela y
tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero al infierno”.
Está claro, no se trata del cumplimiento
(palabra que hemos dicho se compone de otras dos: “cumplo y miento”) exterior
de los fariseos que ocultaba su podredumbre interior, lo que llevaría a Jesús a
llamarles sepulcros blanqueados: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos
hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen
bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda
inmundicia!” (Mt 23,27-28); se trata del cumplimiento “de corazón”.
Se peca lo mismo con el pensamiento como con
los actos, ya que en el pensamiento es que se fragua el pecado antes de llevar
a cabo la acción: “Del corazón proceden las malas intenciones, los homicidios,
los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las
difamaciones. Estas son las cosas que hacen impuro al hombre” (Mt 15,19-20).
Jesús nos propone que antes que pecar nos arranquemos
o cortemos aquellas partes de nuestro cuerpo que puedan hacernos pecar. Aunque algunos
sostienen que Jesús quería que esta aseveración se tomase al pie de la letra
para indicar la radicalidad y la seriedad con las que Él insiste en la
observancia de este mandamiento, podría también decirse que hace uso de la
hipérbole con un fin pedagógico: enfatizar que la pureza de corazón va por
encima de la propia integridad corporal (por la concepción judía de la
resurrección física era importante ser enterrado con el cuerpo íntegro). Si
fuéramos a hacer una lectura literal de este pasaje, ¡cuántos tuertos, mancos,
y castrados habría!
La liturgia nos regala hoy la versión de Mateo del pasaje de las Bienaventuranzas (Mt 5,1-12). Esta versión es la que da el nombre de “Sermón de Montaña” o “Sermón del Monte” a este pasaje pues, contrario a Mateo, la versión de Lucas nos presenta a Jesús pronunciando el discurso de las Bienaventuranzas “en un paraje llano” (Lc 6,17).
La razón para la diferencia entre una y otra
versión obedece al fin pedagógico de cada relato evangélico, y al grupo a quien
va dirigido. Lucas escribe para fortalecer la fe de los cristianos que ya
estaban siendo perseguidos por profesar su fe. Mateo escribe su relato para los
judíos de Palestina convertidos al cristianismo, con el objetivo de probar que
Jesús es el Mesías prometido, ya que en Él se cumplen todas las profecías del
Antiguo Testamento.
Mateo quiere demostrar además, que en la
persona de Jesús se cumple la profecía de Dt 18,18. Para ello recurre a
establecer un paralelismo entre Jesús y Moisés: Moisés y Jesús perseguidos en
su infancia; Moisés y Jesús ofreciendo un pan de vida, Moisés escribiendo cinco
libros (la autoría humana del Pentateuco se le atribuía entonces a Moisés) y
Jesús pronunciando cinco grandes discursos.
Finalmente, del mismo modo que Moisés subió al
Monte Sinaí, Mateo nos presenta a Jesús subiendo “al monte”. Con ello quiere
significar que Jesús va a llevar a cabo la fundación del “nuevo pueblo de Dios”
basado en una nueva Alianza, con Jesús como el “nuevo Moisés”.
A diferencia del decálogo, que contiene unos
mandatos y unas prohibiciones abstractas, las Bienaventuranzas se refieren a
situaciones de hecho concretas (ej. pobreza, llanto, hambre, sed), sufrimientos
que viven todos los que trabajan en la construcción de ese nuevo orden al que
Jesús se refiere como “el Reino”. Por eso los sujetos de las Bienaventuranzas
no son las situaciones, sino las personas que las sufren por causa de la
justicia y por seguir los pasos de Jesús. A esos es que quienes Jesús llama
“bienaventurados”, a los que están dispuestos a “renunciar a sí mismos” para
seguir a Jesús (Cfr. Mt 16,24; Mc
8,34).
Además de las situaciones pasivas que hemos
reseñado, hay otras activas, que nos presentan actitudes concretas que los
verdaderos discípulos de Jesús han de observar, como la mansedumbre, la
misericordia, la limpieza de corazón, y la lucha por la justicia. A estos también
Jesús llama “bienaventurados”.
El diccionario de la Real Academia Española
define “bienaventurado” como el “que goza de Dios en el cielo”. Y tiene razón,
porque las bienaventuranzas nos describen la conducta de los ciudadanos del
Reino; ese Reino que ya ha comenzado pero que todavía no ha culminado; el
famoso “ya, pero todavía”.
Hemos dicho en otras ocasiones que podemos
comenzar a vivir nuestro cielo en la tierra. ¿Cómo?, Jesús nos da la “receta”
en las Bienaventuranzas. Y si quisiéramos resumirlas podemos hacerlo en una
sola palabra: Amor.
“El que tiene mis mandamientos y los guarda,
ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y
me manifestaré a él” (Jn 14,21).
El Señor nos vuelve a conceder este año un tiempo propicio para prepararnos a celebrar con el corazón renovado el gran Misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal y comunitaria. Debemos volver continuamente a este Misterio, con la mente y con el corazón. De hecho, este Misterio no deja de crecer en nosotros en la medida en que nos dejamos involucrar por su dinamismo espiritual y lo abrazamos, respondiendo de modo libre y generoso.
1. El Misterio pascual, fundamento de la conversión
La alegría del cristiano brota de la escucha y de la aceptación de la Buena Noticia de la muerte y resurrección de Jesús: el kerygma. En este se resume el Misterio de un amor «tan real, tan verdadero, tan concreto, que nos ofrece una relación llena de diálogo sincero y fecundo» (Exhort. ap. Christus vivit, 117). Quien cree en este anuncio rechaza la mentira de pensar que somos nosotros quienes damos origen a nuestra vida, mientras que en realidad nace del amor de Dios Padre, de su voluntad de dar la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). En cambio, si preferimos escuchar la voz persuasiva del «padre de la mentira» (cf. Jn 8,45) corremos el riesgo de hundirnos en el abismo del sinsentido, experimentando el infierno ya aquí en la tierra, como lamentablemente nos testimonian muchos hechos dramáticos de la experiencia humana personal y colectiva.
Por eso, en esta Cuaresma 2020 quisiera dirigir a todos y cada uno de los cristianos lo que ya escribí a los jóvenes en la Exhortación apostólica Christus vivit: «Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez» (n. 123). La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por el poder del Espíritu Santo es siempre actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren.
2. Urgencia de conversión
Es saludable contemplar más a fondo el Misterio pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible sólo en un «cara a cara» con el Señor crucificado y resucitado «que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad.
Así pues, en este tiempo favorable, dejémonos guiar como Israel en el desierto (cf. Os 2,16), a fin de poder escuchar finalmente la voz de nuestro Esposo, para que resuene en nosotros con mayor profundidad y disponibilidad. Cuanto más nos dejemos fascinar por su Palabra, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él.
3. La apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos
El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto. Esta nueva oportunidad debería suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y sacudir nuestra modorra. A pesar de la presencia —a veces dramática— del mal en nuestra vida, al igual que en la vida de la Iglesia y del mundo, este espacio que se nos ofrece para un cambio de rumbo manifiesta la voluntad tenaz de Dios de no interrumpir el diálogo de salvación con nosotros. En Jesús crucificado, a quien «Dios hizo pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21), ha llegado esta voluntad hasta el punto de hacer recaer sobre su Hijo todos nuestros pecados, hasta “poner a Dios contra Dios”,como dijo el papa Benedicto XVI (cf. Enc. Deus caritas est, 12). En efecto, Dios ama también a sus enemigos (cf. Mt 5,43-48).
El diálogo que Dios quiere entablar con todo hombre, mediante el Misterio pascual de su Hijo, no es como el que se atribuye a los atenienses, los cuales «no se ocupaban en otra cosa que en decir o en oír la última novedad» (Hch 17,21). Este tipo de charlatanería, dictado por una curiosidad vacía y superficial, caracteriza la mundanidad de todos los tiempos, y en nuestros días puede insinuarse también en un uso engañoso de los medios de comunicación.
4. Una riqueza para compartir, no para acumular sólo para sí mismo
Poner el Misterio pascual en el centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de idolatría.
Hoy sigue siendo importante recordar a los hombres y mujeres de buena voluntad que deben compartir sus bienes con los más necesitados mediante la limosna, como forma de participación personal en la construcción de un mundo más justo. Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo. Podemos y debemos ir incluso más allá, considerando las dimensiones estructurales de la economía. Por este motivo, en la Cuaresma de 2020, del 26 al 28 de marzo, he convocado en Asís a los jóvenes economistas, empresarios y change-makers, con el objetivo de contribuir a diseñar una economía más justa e inclusiva que la actual. Como ha repetido muchas veces el magisterio de la Iglesia, la política es una forma eminente de caridad (cf. Pío XI, Discurso a la FUCI, 18 diciembre 1927). También lo será el ocuparse de la economía con este mismo espíritu evangélico, que es el espíritu de las Bienaventuranzas.
Invoco la intercesión de la Bienaventurada Virgen María sobre la próxima Cuaresma, para que escuchemos el llamado a dejarnos reconciliar con Dios, fijemos la mirada del corazón en el Misterio pascual y nos convirtamos a un diálogo abierto y sincero con el Señor. De este modo podremos ser lo que Cristo dice de sus discípulos: sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14).
Roma, junto a San Juan de Letrán, 7 de octubre de 2019 Memoria de Nuestra Señora, la Virgen del Rosario
El profeta Isaías continúa dominando la
liturgia durante este tiempo que nos prepara para la Navidad. La primera
lectura de hoy (Is 11,1-10) nos anuncia que “brotará un renuevo del tronco de
Jesé” (es decir, del linaje de David). Para el pueblo de Israel esta imagen del
tronco seco (a diferencia del árbol floreciente), representa la desgracia. Pero
Isaías nos brinda un mensaje de esperanza: “de su raíz florecerá un vástago”.
Un retoño que sale de un árbol seco, esperanza de nueva vida; un vástago
floreciente, símbolo de felicidad.
Isaías describe al Mesías como una persona
fascinante, alguien que despierta interés, expectativa (Adviento). Lo primero
que dice es que “Sobre él se posará el espíritu del Señor”. Jesús echará mano
de esa profecía y se la aplicará a sí mismo al pronunciar su “discurso
programático” en la sinagoga de Cafarnaúm: “El Espíritu del Señor está sobre mí”
(Lc 4,18).
Ese Mesías esperado será más grande que David,
y mostrará preferencia por los pobres, los sencillos los humildes: “juzgará a
los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados” (Cfr.
Bienaventuranzas). Será el faro hacia el cual alzarán la vista todos los
pueblos, según leíamos en la lectura de ayer, y que hoy Isaías nos plantea de
otro modo: “Aquel día, la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos:
la buscarán los gentiles, y será gloriosa su morada”. Así se dará cumplimiento
también a la promesa de Yahvé a Abraham: “por ti se bendecirán todos los
pueblos de la tierra” (Gn 12,3).
El profeta nos describe esos tiempos
mesiánicos como tiempos de paz, justicia, armonía: “Habitará el lobo con el
cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán
juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías
se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura
del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente”.
Tiempos de alegría desbordante.
Esa alegría la vemos reflejada en la lectura
evangélica de hoy (Lc 10,21-24), que nos describe a Jesús como “lleno de la
alegría del Espíritu Santo”, cuando exclamó: “Te doy gracias, Padre, Señor del
cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los
entendidos, y las has revelado a la gente sencilla”. De nuevo la opción
preferencial de Jesús por la gente sencilla, como los pastores a quienes se les
reveló antes que a nadie el nacimiento del Mesías. Jesús nos está enseñando que
para llegar a Él, para entrar en el Reino, tenemos que hacernos sencillos, como
niños (Mt 18,3-4), reconocer nuestras debilidades, nuestra incapacidad de
llegar a Él por nuestros propios méritos. Como decía santa Teresa de Ávila: “Teresa
sola es una pobre mujer; Teresa con Dios, una potencia”.
Señor, durante este tiempo de Adviento,
concédeme la sencillez de un niño, para poder recibirte en mi corazón con la
misma humildad y alegría que te recibieron los pastores.