Con el miércoles de ceniza aproximándose, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos ha publicado una nota en la que explica la modificación del rito del Miércoles de Ceniza, adaptándose a las medidas de seguridad sanitarias establecidas en este tiempo de pandemia.
Jesús continúa su misión. En la lectura que
nos presenta la liturgia de hoy (Mc 1, 40-45) vemos la reacción de Jesús ante
un leproso que se presenta ante Él y le pide que lo cure: “Si quieres, puedes
limpiarme”, le dice el leproso. Un acto de fe. Jesús se conmueve ante la
situación del leproso: “Sintiendo lástima (la palabra griega utilizada
significa “conmovido en las entrañas”), extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Quiero:
queda limpio’”.
De todos los evangelistas, Marcos es quien más
acentúa la dimensión humana de Jesús. Marcos habla con toda naturalidad de las
emociones intensas de Jesús, mientras que Mateo y Lucas tienden a omitirlas o
mitigarlas en los pasajes paralelos (comparar este pasaje con los relatos
paralelos en Mt 8,3 y Lc 5,12). Asimismo, en el pasaje de la curación del
hombre con la mano paralizada, los fariseos estaban al acecho para ver si
curaba en sábado para poder acusarle; entonces, mirándolos en torno a todos
“con indignación (οργης = ira)” dice al paralítico: “extiende la mano…” (comparar
Mt 12,13 y Lc 6,10).
No hay duda. Jesús es un hombre que comparte
nuestras emociones. Pero también es Dios. Y Marcos no desaprovecha ninguna
oportunidad para adelantar el objetivo de su relato evangélico: Demostrar que
Jesús es el Hijo de Dios y presentarlo como el gran taumaturgo o hacedor de
milagros (Él sólo hace lo que en la mitología requiere de muchos).
Hay otro detalle que quisiéramos resaltar. La
lectura nos dice que Jesús “tocó” al leproso, algo que chocaba con la ley,
rayando en el escándalo. La lepra era la peor enfermedad de la época de Jesús.
Nadie podía acercarse ni tocar a los leprosos. De hecho, los leprosos estaban
aislados, marginados de la sociedad. Caminaban haciendo sonar una campana mientras
gritaban: “¡Impuro, impuro!”, para que todos se alejasen (Cfr. Lv 13,45). Aun así, el leproso decide acercarse a Jesús.
Reconoce su poder. Jesús, por su parte, quiere dejar establecido que el amor,
la misericordia, están por encima de la ley, como cuando cura en sábado (Mc 3,
1-6; Lc 13-14).
La lectura nos dice que Jesús, luego de curar
al leproso le pide que no se lo diga a nadie: “No se lo digas a nadie; pero,
para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo
que mandó Moisés”. El famoso “secreto mesiánico” del evangelio según san
Marcos. Está claro que Jesús no quiere hacer alarde de su poder. Tampoco quiere
comprometer su misión.
Como todo el que ha tenido un encuentro
personal con Jesús, el leproso no puede contener su alegría. Tiene que
compartir su experiencia con todos. “Cuando se fue, empezó a divulgar el hecho
con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en
ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas
partes”.
Y tú, ¿has tenido un encuentro personal con Jesús? Si de veras lo has tenido, no podrás contener las ganas de compartir esa experiencia con todos. De eso se trata… ¡Anda!, ¿qué esperas?
La lectura evangélica que nos propone la
liturgia para hoy (Mc 1,29-39) es la continuación de la leíamos ayer, en la que
Jesús curó a un endemoniado. Entre ambas, nos narran un día completo en la vida
de Jesús.
Hoy encontramos a Jesús que sale de la
sinagoga y se dirige a casa de Pedro. El que ha tenido la oportunidad de
visitar Cafarnaúm sabe que la casa de Pedro no dista mucho de la sinagoga, al
punto que de una se ve la otra.
Al llegar a la casa de Pedro, Jesús encuentra
a la suegra de Pedro enferma con fiebre. Inmediatamente la cura y ella sin
dilación se pone a servirles. Jesús continúa manifestando su poder sobre la
enfermedad, pero sobre todo su compasión y misericordia infinitas. Vemos cómo
la suegra de Pedro se pone a servirles tan pronto es curada. Un reflejo de la actitud
fundamental de Jesús, que vino a servir y no a ser servido (Mt 20,28). Un
reflejo de lo que debería ser nuestra actitud (Cfr. Gál 2,20) para con nuestro prójimo.
Tan pronto se enteró la gente que Jesús estaba
allí, comenzaron a traerle enfermos y endemoniados y Él los cura a todos,
liberándolos de sus dolencias físicas y de sus demonios. Esa es la misión de
Jesús, junto al anuncio de la Buena Noticia del Reino. Y hoy Jesús continúa curando
nuestras dolencias y deshaciendo toda clase de obstáculos e impedimentos a
nuestra salvación; esos “demonios” que nos alejan de Él. Tan solo tenemos que
acercarnos a Él.
Finalizada la jornada, de madrugada, hizo lo
que tantas veces lo vemos hacer en los evangelios: “se marchó al descampado y
se puso a orar”. Ese diálogo constante de Jesús con el Padre que caracteriza
toda su misión. Jesús vivió en un ambiente de oración. Así, a manera de
ejemplo, comenzó su vida pública con una oración en su bautismo (Lc 3,22). Del
mismo modo culminó su obra redentora, en la última cena, pronunciando una
oración de acción de gracias sobre las especies eucarísticas (Mt 26,26-29; Mc
14,22-25; Lc 22,19-30, 1 Co 11,23-25). Más adelante, hacia el final de su
misión redentora, se retiró al huerto de Getsemaní a solas a orar (Mt
26,36-44).
Podemos decir que la actividad salvadora de
Jesús se “alimentaba” constantemente del diálogo amoroso con su Padre.
Igualmente, antes de tomar cualquier decisión importante, como cuando fue a elegir
a los “doce”, pasó toda la noche en oración (Lc 6,12). Son tantas las
instancias en que Jesús oraba, que sería imposible enumerarlas todas,
incluyendo al realizar muchos de sus milagros.
Con el ejemplo del pasaje de hoy, Jesús nos
está enseñando que podemos y debemos conjugar la oración con nuestro trabajo (ora et labora). Él siempre, aún en los
días de más actividad como el que nos narra la lectura de hoy, sacaba tiempo
para hablar con el Padre. “Fabricaba” el tiempo, aún a costa de sacrificar el
sueño (“se levantó de madrugada”). Me recuerda a Santo Domingo de Guzmán,
fundador de la Orden de Predicadores, que pasaba las noches en vela orando
después de una larga jornada de predicación. Y nosotros, ¿le dedicamos al Padre
el tiempo que Él merece? ¿Podrías dedicarle al menos cinco minutos hoy? Anda,
¡Él te espera!
Continuamos adentrándonos en el Tiempo
ordinario. La figura de Cristo-predicador sigue tomando forma y, junto con
ella, se va revelando la divinidad de Jesús. El misterio de la Encarnación.
Como primera lectura la liturgia nos sigue
presentando la carta a los Hebreos (2,5-12). En este pasaje el autor de la
carta enfatiza la naturaleza humana de Jesús, y cómo al hacerse uno de nosotros
al punto de llamarnos “hermanos”, nos abrió el camino a la gloria eterna. “Al
que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora
coronado de gloria y honor por su pasión y muerte. Así, por la gracia de Dios,
ha padecido la muerte para bien de todos. Dios, para quien y por quien existe
todo, juzgó conveniente, para llevar a una multitud de hijos a la gloria,
perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación”. El autor de
la carta a los Hebreos nos resume en apenas tres oraciones valor redentor del
sacrificio de Cristo.
Jesús muestra su superioridad (“puesto a
someterle todo, nada dejó fuera de su dominio”), pero a la misma vez muestra su
solidaridad total con nosotros. Es por eso que podemos llamar a Dios Abba, Padre, al igual que Jesús. Esa
filiación divina que recibimos en el Bautismo que nos convierte en Hijos de
Dios, hermanos de Jesús, y coherederos de la gloria.
En la lectura evangélica de hoy (Mc 1,21-28)
vemos el comienzo de la misión de Jesús. Lo encontramos entrando a Cafarnaún.
Apenas cuenta con cuatro discípulos, pero no espera, tiene que cumplir su
misión y sabe que tiene poco tiempo. Lo vemos predicando en la sinagoga (algo
no muy común en Jesús, que prefería hacerlo al descampado). Todos se maravillaban
de la autoridad con que exponía su doctrina, porque lo hacía, no como lo
escribas (que no aventuraban interpretar la ley a menos que su juicio estuviera
avalado por las escrituras), “sino con autoridad”. Otra muestra de la divinidad
de Jesús, quien había venido a dar plenitud a la Ley y los profetas (Mt 5,17).
Todos perciben que Jesús habla con una autoridad que viene desde el interior de
sí mismo y que solo puede venir del mismo Dios. Tal vez todavía no tienen claro
que Él es Dios, pero este episodio constituye el primer atisbo de esa divinidad
que se seguirá manifestando a través del Evangelio.
Y para que no quede duda sobre su “autoridad”
y su superioridad sobre todo, la Escritura nos presenta a un hombre poseído por
un “espíritu inmundo” que se encuentra con Jesús en la sinagoga. El espíritu
increpa a Jesús y, una vez más, Jesús habla con autoridad: “Cállate y sal de él”.
Y el espíritu “dando un grito muy fuerte, salió”. Todos estaban asombrados,
confundidos, y se decían: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo”.
Y eso, que estamos apenas comenzando, es el primer día de predicación de Jesús.
¡Abróchense los cinturones!
Y yo, ¿tengo claro quién es Jesús? ¿He sido
testigo de su poder? Cuando hablo de Él, ¿presento una imagen de “estampita”
sobre su persona, o soy capaz de presentar mi experiencia del poder de Jesús y
cómo ha obrado en mí?
Con la
celebración del Bautismo del Señor en el día de ayer, concluyó el Tiempo de
Navidad. Hoy comenzamos el Tiempo Ordinario (año impar), y para este día la
liturgia nos presenta como primera lectura el comienzo de la carta a los
Hebreos (1,1-6). Esta lectura nos “aterriza” en la plenitud de los tiempos y la
llegada del Hijo que es la Palabra, y lo que esa Palabra implica: “En distintas
ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los
profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha
nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades
del mundo”.
Y para que no quede duda de quién es ese
“Hijo”, nos remite al Bautismo del Señor: “Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: ‘Hijo
mío eres tú, hoy te he engendrado’, o: ‘Yo seré para él un padre, y él será
para mí un hijo’? Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito,
dice: ‘Adórenlo todos los ángeles de Dios’”.
No hay duda, Jesús ha llegado, se ha
manifestado en dos epifanías distintas, y ha comenzado su misión. Juan ha sido
arrestado. Jesús comienza a predicar la Buena Nueva del Reino, haciendo un
llamado a la conversión. La tarea es formidable. Llegó el momento de reclutar
sus primeros discípulos, y la lectura evangélica que nos lanza de lleno en el
Tiempo Ordinario nos narra ese episodio (Mc 1,14-20).
Se trata de la vocación (“llamado”) de Simón
(Pedro) y su hermano Andrés, y Santiago y su hermano Juan (los hijos del
Zebedeo). Jesús escoge sus primeros discípulos de entre los pescadores, y utiliza
la pesca, y el lenguaje de la pesca, para simbolizar la tarea que les espera a
los llamados. Nos dice el pasaje que a los primeros les dijo “Venid conmigo y
os haré pescadores de hombres”. Siempre que escucho esta frase recuerdo a un
párroco español que tuvimos en nuestra comunidad por muchos años (el Padre
Paco), que en su inglés de Castilla la Vieja describía nuestra misión como “fishing and fishing”.
La escritura no nos dice qué le dijo a los
segundos, pero debe haber sido algo similar. Lo cierto es que los cuatro, sin
vacilar, dejaron las redes, y los segundos incluso dejaron a su padre (Cfr. Lc 14,26), para seguir a Jesús. Y
ese seguimiento implicaba, por supuesto, aceptar el reto que Jesús les lanzó
junto con la invitación: convertirse en “pescadores de hombres”. Esto nos evoca
el pasaje de Jeremías (20,7): “¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé
seducir!” De nuevo esa mirada… ¡imposible de resistir!
Como hemos dicho en ocasiones anteriores, el
seguimiento de Jesús tiene que ser radical, no hay términos medios (Cfr. Ap 3,15-16). Con ese pensamiento
comenzamos el Tiempo Ordinario. Esa es la prueba de fuego para determinar si
verdaderamente vivimos la Navidad, o si simplemente nos limitamos a celebrarla.
Jesús nos llama a ser pescadores de hombres, pero ello implica dejar nuestras
“redes” que solo nos sirven para pescar las cosas del mundo. ¿Estamos
dispuestos a aceptar el reto?
La Iglesia Universal celebra hoy la fiesta
litúrgica del Bautismo del Señor, otra de las grandes epifanías
(manifestaciones) de Jesús, y la liturgia nos regala como primera lectura el
comienzo del primer cántico del Siervo de Yahvé en el libro del profeta Isaías
(42,1-4.6-7). Ese pasaje prefigura la lectura evangélica, que para este “ciclo
B” es la versión de Marcos del Bautismo de Jesús (1,7-11).
En la primera lectura el Señor se manifiesta
por boca de Isaías: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien
prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu”. Como podemos apreciar, el
paralelismo de este pasaje con el Evangelio de hoy es asombroso: “Apenas salió
del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma.
Se oyó una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto’”.
En la Solemnidad de la Epifanía decíamos que
la Iglesia celebra tres epifanías importantes: La Epifanía ante los Reyes Magos,
la Epifanía a Juan el Bautista en el Río Jordán cuando Jesús fue bautizado, y
la Epifanía a sus discípulos en las Bodas de Caná. En la que celebramos hoy, no
solo experimentamos una manifestación de Jesús; tenemos una verdadera teofanía en
la que se manifiestan las tres personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y
Espíritu Santo.
Ese gesto de Jesús de bautizarse como “uno
más”, junto a los pecadores, sin necesitar bautismo, enfatiza el carácter
totalizante de la encarnación. Jesús se hizo uno con nosotros, uno de nosotros.
Pero su doble naturaleza se revela en el Espíritu que desciende sobre Él y la
voz del Padre que le llama “Hijo” (“Por eso el niño será Santo y será llamado
Hijo de Dios”. – Lc 1,35).
Con esa aparición del Espíritu seguida de la
frase que acabamos de escuchar, se establece una nueva relación entre Dios y la
humanidad a través del Ungido. Así, todos los que nacemos del agua y del
Espíritu por medio del Bautismo, nos convertimos en “hijos amados y predilectos”
del Padre y, por tanto, hermanos de Jesús y coherederos de la Gloria. Por eso
podemos llamar a Dios “Padre”, y Él puede llamarnos “hijos”. Así se cumple la
profecía: “Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo” (2 Sam 7,14; Hb
1,5).
La efusión del Espíritu Santo sobre Jesús lo
lanza a comenzar su misión redentora y le acompañará a lo largo de toda ella. Nosotros,
los que por medio del Bautismo hemos participado de la muerte, y participamos
de la misma Vida y el mismo Espíritu del Señor, estamos llamados a continuar Su
obra salvadora, convirtiéndonos en “Evangelios vivientes” en el mundo y en la
historia.
En esta celebración de la Fiesta del Bautismo
del Señor, pidamos a nuestro Padre del Cielo que haga descender sobre nosotros
el mismo Espíritu que descendió sobre su Hijo el día de su Bautismo, para que
como lo hizo con Él, nos insufle la valentía, el arrojo y el fuego apostólico
necesarios para llevar a cabo nuestra misión de anunciar la Buena Nueva del
Reino, para que todos se conviertan y crean en Él.
Continuamos viviendo este tiempo de Navidad
“extendido” durante estos días entre la Epifanía y el Bautismo del Señor. Y
como para que no se nos olvide que aquél niñito que nació en un pesebre hace
apenas 17 días continúa presente entre nosotros, escuchamos a Jesús decirnos: “Ánimo,
soy yo, no tengáis miedo”. Esa frase constituye el punto culminante del pasaje
que nos brinda el Evangelio de hoy (Mc 6,45-52).
El trasfondo de la frase es el siguiente:
Jesús acababa de realizar el milagro de la multiplicación de los panes y había
instruido a sus discípulos que se subieran a la barca y se adelantaran a la
otra orilla mientras Él despedía la gente. Tal vez Jesús no quería que los
discípulos se contagiaran con la excitación del pueblo por el milagro, o mejor
dicho, por el aspecto material del milagro, ignorando el verdadero significado
del mismo; esa tendencia tan humana que tenemos de confundir lo temporal con lo
eterno.
Esto se pone de manifiesto cuando al final del
pasaje de hoy el evangelista, al describir la reacción de los discípulos en la
barca, nos dice: “Ellos estaban en el colmo del estupor, pues no habían
comprendido lo de los panes, porque eran torpes para entender”.
Volviendo al relato, cuando la barca en que
navegaban los discípulos iba a mitad de camino, siendo ya de noche, Jesús se
percató que tenían un fuerte viento contrario y estaban pasando grandes
trabajos para poder adelantar, así que decidió ir caminando hasta ellos sobre
las aguas. Al verlo creyeron que era un fantasma, se sobresaltaron, y dieron un
grito. Fue en ese momento que Jesús les dijo: “Ánimo, soy yo, no tengáis
miedo”. Inmediatamente la Escritura añade: “Entró en la barca con ellos, y amainó
el viento”.
Resulta obvio que los discípulos no habían
comprendido en su totalidad el verdadero significado y alcance del milagro de
la multiplicación de los panes y los peces. De lo contrario, sabrían que, más
que un acto de taumaturgia (capacidad para realizar prodigios), como podría
hacerlo un mago, lo que ocurrió allí fue producto del Amor de Dios. Si lo
hubiesen entendido, estarían inundados del Amor de Dios, estarían conscientes
de la divinidad de Jesús, y no habrían sentido temor cuando lo vieron caminar
sobre las aguas.
La primera lectura de hoy (1 Jn 4,11-18), en
la que Juan continúa desarrollando su temática principal del Amor de Dios y de
Dios-Amor, establece claramente que “quien permanece en el amor permanece en
Dios, y Dios en él”, y que en el amor no puede haber temor, porque “el amor
expulsa el temor”. Es decir, el amor y el temor son mutuamente excluyentes, no
pueden coexistir. Y para recibir la plenitud de ese Amor, que es Dios, es
necesaria la fe (Cfr. Mc 5,36: “No
tengas miedo, solamente ten fe”).
¡Cuántas veces en nuestras vidas nos
encontramos “remando contra la corriente”, llegando al límite de nuestra
resistencia! En esos momentos, si abrimos nuestros corazones al Amor
misericordioso de Dios, escucharemos una dulce voz que nos dice al oído:
“Ánimo, soy yo, no tengas miedo”. Créanme, ¡se puede! Los que me conocen saben
que yo he logrado enfrentar situaciones que de otro modo hubiesen sido
aterradoras, con la alegría y tranquilidad que solo el saberme amado por Dios
podían brindarme. Porque Jesús “entró en la barca [conmigo], y amainó el
viento”.
“Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré
ningún mal, porque tú estás conmigo” (Sal 23,4).
Juan continúa dominando la primera lectura de
la liturgia para este tiempo. La primera lectura de hoy (1Jn 4,7-10), que
parece un trabalenguas, es tal vez el mejor resumen de toda la enseñanza de
Jesús: “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha
nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios
es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al
mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el
amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos
envió a su Hijo como víctima de propiciación para nuestros pecados”.
El amor de Dios, y la identidad del Amor con
Dios es el tema principal de Juan; nunca se cansa de insistir. Pero en esta
lectura va más allá; entrelaza el tema del amor con el misterio de la
Encarnación, unida a la vida, muerte y resurrección de su Hijo. De ese modo el
amor no se nos presenta como algo espiritual, ideal, sino como algo real,
palpable, histórico, con contenido y consecuencias humanas.
“Amémonos unos a otros, ya que el amor es de
Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”, nos dice san Juan.
Nuestro amor es producto del Amor de Dios, de haber “nacido de Dios”. Si
permitimos que ese Amor haga morada en nosotros, no tenemos más remedio que
amar; amar con un amor que participa de la naturaleza del Amor divino. Por eso
amando al prójimo amamos a Dios y seguimos creciendo en el Amor. Es un círculo
que no termina. Alguien ha dicho que el amor es el único don que mientras más
lo repartes más te sobra.
Y eso es precisamente lo que vemos en la
lectura evangélica de hoy (Mc 6,34-44), el pasaje de la “primera multiplicación
de los panes”. Un milagro producto de la gratuidad del amor. Al caer la tarde
los discípulos le sugieren a Jesús que despida la gente para que cada cual resuelva
sus necesidades de alimento. La reacción de Jesús no se hace esperar: “Dadles
vosotros de comer”. Ya anteriormente Marcos nos había dicho que Jesús se había
compadecido de la gente porque andaban “como ovejas sin pastor”, lo que le
motivó a “enseñarles con calma”. Tenían hambre; no hambre material, sino hambre
espiritual. Jesús se la había saciado con su Palabra. Ya el rebaño tiene
Pastor. El Pastor tiene que procurar alimento para su rebaño. Llegó el momento
del alimento, de la fracción del pan. “Dadles vosotros de comer”.
Vemos en esta perícopa evangélica una
prefiguración de la celebración Eucarística, en la cual nos alimentamos primero
con la Palabra de Dios para luego participar del Banquete Eucarístico. Es lo
que la Iglesia, sucesora de los apóstoles sigue haciendo hoy. Y todo producto
del Amor de Dios, que quiso permanecer con nosotros bajo las especies
eucarísticas.
Hoy, pidamos al Señor por los ministros de Su
Iglesia, para que continúen pastoreando Su rebaño, y alimentándolos con el Pan
de Su Palabra y el Pan de la Eucaristía.
Ayer celebrábamos la solemnidad de la Epifanía
del Señor, esa manifestación de Dios a todas las naciones. Durante esta semana
la liturgia seguirá presentándonos “signos”, pequeñas “epifanías”, a través de
una serie de gestos que manifiestan a Cristo. Aquél Niño que fue adorado en
Belén por los magos de oriente, se nos manifiesta en el Evangelio que leemos
hoy (Mt 4,12-17.23-25) como el Mesías y el Maestro enviado por Dios.
Comienza la lectura con la decisión de Jesús
de cambiar de domicilio, de Nazaret a Galilea, tan pronto de entera que Juan el
Bautista había sido apresado. Allí se establecen en la ciudad de Cafarnaún, a
orillas del Mar de Galilea, que se convertiría en el “centro de operaciones” de
su gestión misionera. Una vez apresado Juan, Jesús comprendió que la labor de
aquél había culminado. Ahora le correspondía a Él desplegar su misión
evangelizadora.
Mudarse de Nazaret a Cafarnaún representaba un
cambio drástico, era mudarse del “ambiente protegido” de una comunidad pequeña
en que todos se conocían, a una ciudad cosmopolita donde habitaban muchos
extranjeros paganos. Mateo ve en ese gesto de Jesús el cumplimiento de la
profecía de Isaías: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro
lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas
vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz
les brilló”. Jesús llega a traer la Luz a los paganos que vivían en las
tinieblas porque no le conocían.
Allí hace un llamado a la conversión, a judíos
y gentiles por igual, como preparación para la llegada del Reino que “está
cerca”, desplegando su labor como predicador itinerante por toda la Galilea,
mientras llevaba a cabo signos que constituían manifestaciones o pequeñas
“epifanías” de su persona: “Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y
proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del
pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos
aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y
paralíticos. Y él los curaba”. Este es el “anuncio del Reino de Dios invitando
a la conversión” que contemplamos como el tercero de los misterios luminosos o
“de luz” que fueron instituidos por san Juan Pablo II mediante la carta
apostólica Rosarium Virginis Mariae,
el 16 de octubre de 2002.
El pasaje que contemplamos hoy no nos dice qué
decía Jesús en sus predicaciones; eso lo veremos a lo largo de todo el relato
evangélico. Pero el mensaje central está ahí: ¡El Reino ha llegado!; Dios se ha
manifestado, se ha hecho presente entre nosotros, se nos ha revelado en toda su
plenitud en la persona de su Hijo, y a través de Él nos llama a la conversión,
nos invita a cambiar nuestras vidas para convertirnos en otros “cristos” (Cfr. Gál 2,20). Así, esa conversión
implica auxiliar nuestros hermanos, especialmente a los enfermos, los pobres,
los desposeídos, tal como Cristo nos enseñó. Esta será la señal de que su
Espíritu está obrando en nosotros, y que Él mismo habita entre nosotros.
Hoy celebramos en Puerto Rico la solemnidad de la Epifanía del Señor. Epifanía significa “manifestación”. La Iglesia reconoce tres epifanías importantes: La Epifanía ante los Reyes Magos (que celebramos hoy), la Epifanía a Juan el Bautista en el Río Jordán cuando Jesús fue bautizado, y la Epifanía a sus discípulos en las Bodas de Caná. No obstante, cuando hablamos de Epifanía, siempre pensamos en la primera, que se celebra todos los años el 6 de enero.
Aunque en Puerto Rico la solemnidad se conoce
con el nombre de los Tres Santos Reyes, el relato de Mateo (2,1-12), ni dice
que eran tres, ni que eran reyes. Tampoco dice que llegaron en camellos. El
número de tres se ha desarrollado en la tradición basado en los presentes que
le presentaron al Niño: oro, incienso y mirra. El número de tres también se
recoge en los evangelios apócrifos, al igual que sus nombres. El Evangelio armenio de la infancia de
Jesús (5,10) nos dice: “Y los reyes de los magos eran tres hermanos: Melkon (Melchor), el primero, que
reinaba sobre los persas; después Baltasar,
que reinaba sobre los indios, y el tercero Gaspar,
que tenía en posesión el país de los árabes”.
Lo de los camellos, también producto de la
tradición, se basa probablemente en el pasaje del libro de Isaías (60,1-6) que
la liturgia nos propone para hoy, que en el versículo 6 nos dice: “Te inundará
una multitud de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá. Vienen todos de
Sabá, trayendo incienso y oro, y proclamando las alabanzas del Señor”. La
realeza de los visitantes probablemente se incorpora a la tradición al combinar
este pasaje con el Salmo 71 que leemos hoy también: “Que los reyes de Tarsis y
de las islas le paguen tributo. Que los reyes de Saba y de Arabia le ofrezcan
sus dones; que se postren ante él todos los reyes, y que todos los pueblos le
sirvan”.
Lo cierto es que esta visita y adoración de
los magos representa la manifestación de Jesús a los pueblos gentiles (no
judíos), incluyéndonos a nosotros. Esta manifestación y bendición de Dios a
todos los pueblos, representa también el cumplimiento de la promesa de Yahvé a
Abraham en el Antiguo Testamento: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la
tierra”. Esa promesa la recibimos nosotros a través de la persona de Cristo
Jesús (Cfr. Mt 1,1-17), según nos dice
san Pablo en la segunda lectura de hoy (Ef 3,2-3a.5-6): “…también los gentiles
son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en
Jesucristo, por el Evangelio”. Ut unum
sint!
Los magos presentaron al Niño dones: oro que
representa la realeza, incienso que representa la divinidad, y mirra que
representa la humanidad. Hoy Dios se nos manifiesta; es para nosotros como una
segunda Navidad. De hecho, en algunas Iglesias Orientales hoy se celebra la
Navidad. Ahora el Niño pertenece al mundo, a toda la humanidad; ha rebasado el
ámbito del pesebre, de Israel. Nosotros, ¿qué le vamos a ofrecer como don? Lo
único que Él espera como regalo es a nosotros mismos, nuestra fidelidad y nuestro
amor hacia Él en la persona de nuestros hermanos.
Te propongo algo: Dale un abrazo, aunque sea virtual, a la primera persona que veas después de leer esta reflexión. Estarás abrazando al niño Dios…