REFLEXIÓN PARA EL VIGÉSIMO TERCER DOMINGO DEL T.O. – CICLO B – 05-09-21

Luego invoca al Padre y dice: Effetá, que quiere decir “Ábrete”. Al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.

El relato evangélico que contemplamos en la liturgia para hoy (Mc 7,31-37) nos presenta el episodio de la curación del sordomudo. Estando en territorio pagano (en las fronteras del Líbano), le traen “un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos”. Jesús, apartándolo a un lado, le introduce los dedos en los oídos y le toca la lengua con saliva. Luego invoca al Padre (“mirando al cielo”) y dice: Effetá, que quiere decir “Ábrete”. Nos dice la escritura que “al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”.

Vemos en este episodio el cumplimiento de la profecía de Isaías contenida en la primera lectura de hoy (Is 35,4,7a), cuando anunciaba al pueblo exiliado en Babilonia que “los oídos del sordo se abrirán”,… y “la lengua del mudo cantará”. Este milagro es un signo inequívoco de que la salvación ha llegado en la persona de Jesús. Los presentes parecen reconocerlo cuando “en el colmo del asombro decían: ‘Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos’.” El hecho de que el milagro se realice en territorio pagano, apunta a la universalidad de esa salvación.

Al milagro le sigue la petición de Jesús de guardar silencio sobre el mismo (el llamado “secreto mesiánico”, típico del evangelio según san Marcos), y la proclamación del mismo por todos los presentes. Esta es la reacción típica de todo el que ha vivido la experiencia de Jesús; no puede evitarlo, tiene que compartir su experiencia, proclamarlo a todos.

En el rito del bautismo hay un momento que se llama precisamente Effetá, en el cual el ministro traza la señal de la cruz sobre los oídos y boca del bautizando mientras pronuncia la misma palabra aramea que le dijo Jesús al “sordomudo” del Evangelio de hoy. Esto, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de Dios y su boca se abra para proclamarla.

Antes a estas personas se les llamaba “sordomudos”, pero ahora se les llama “sordos”, pues se reconoce que su condición es un problema de audición. No hablan bien porque no pueden escuchar; viven aislados en un mundo de silencio.

Eso mismo nos pasa a nosotros cuando nos cerramos a la Palabra de Dios. Pero si nos tornamos hacia Él y permitimos que su Palabra sanadora penetre en nuestras almas, aún dentro de la sordera espiritual que hemos vivido, podremos escuchar ese Effetá potente y sonoro que nos librará de las cadenas del silencio espiritual; y esa Palabra sanadora hará brotar agua en el desierto de nuestras vidas, y esa agua brotará de nosotros como un torrente (Is 35,7). Entonces viviremos el Effetá que Jesús pronunció a través del ministro el día de nuestro bautismo, y proclamaremos a todos esa Palabra sanadora que hemos recibido.

Hoy es el día del Señor. Acude a Él y déjate penetrar por su Palabra sanadora. Entonces no podrás contenerte y saldrás a proclamar a todos que Jesucristo es el Señor…

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA DECIMOCUARTA SEMANA DEL T.O. (1) 06-07-21

Jacob peleó toda la noche con un “hombre”, quien al acercarse la aurora sin que hubiese un claro vencedor le dijo: “Suéltame, que llega la aurora”. A lo que Jacob respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”.

Como parte de la historia de los inicios del pueblo de Israel, la primera lectura de la liturgia de hoy (Gn 32,22-32) nos narra el episodio en que Jacob recibe el nombre de Israel, nombre por el que se conocerá el conjunto de su descendencia, hasta el día de hoy.

Nos dice la Escritura que Jacob peleó toda la noche con un “hombre”, quien al acercarse la aurora sin que hubiese un claro vencedor le dijo: “Suéltame, que llega la aurora”. A lo que Jacob respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”. En el diálogo que sigue el hombre le pregunta su nombre, y al contestarle que su nombre era Jacob, le dijo: “Ya no te llamarás Jacob, sino Israel (ישראל), porque has luchado con dioses y con hombres y has podido”. Ahí el origen del nombre, que quiere decir literalmente “el que lucha con Dios”.

“La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Con esa oración termina la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mt 9,32-38). Este pasaje sirve de preámbulo al segundo gran discurso de Jesús que ocupa todo el capítulo 10 de Mateo. El llamado discurso misionero, de envío, a sus apóstoles.

El pasaje comienza planteándonos la brecha existente entre el pueblo y los fariseos. Los primeros se admiraban ante el poder de Jesús (“Nunca se ha visto en Israel cosa igual”), mientras los otros, tal vez por sentirse amenazados por la figura de Jesús, tergiversan los hechos para tratar de desprestigiarlo ante los suyos: “Éste echa los demonios con el poder del jefe de los demonios”. Jesús no se inmuta y continúa su misión, no permite que las artimañas del maligno le hagan distraerse de su misión.

Otra característica de Jesús que vemos en este pasaje es que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que va por “todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. 3er misterio luminoso – El anuncio del Reino).

Jesús está consciente de que su tiempo es corto, que la semilla que Él está sembrando ha de dar fruto; y necesita trabajadores para recoger la cosecha.

Por eso, luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”, nos dice. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

Y eso nos incluye a todos los miembros de la comunidad parroquial, cada cual según sus talentos, según los carismas que el Espíritu Santo nos ha dado y que son para provecho común (Cfr. 1 Co 12,7).

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE SANTO TOMÁS, APÓSTOL 03-07-21

Hoy celebramos la fiesta de Santo Tomás, apóstol.  La tradición nos dice que Tomás partió a evangelizar en Persia y en la India, donde fue martirizado el 3 de julio del año 72. La lectura que nos presenta la liturgia para esta fiesta es la narración de la primera aparición de Jesús a los apóstoles luego de su gloriosa resurrección (Jn 20,24-29). La Resurrección de Jesús culminó su Misterio Pascual, y con ella la Iglesia adquirió una nueva vida. “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14).

Cuando el Resucitado se apareció por primera vez a los apóstoles, Tomás no estaba con ellos. Al integrarse nuevamente al grupo, le dijeron: “Hemos visto al Señor”. Tomás, quien al igual que los demás no había captado el anuncio de la resurrección que Jesús les había hecho en innumerables ocasiones, reaccionó con incredulidad: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”.

La actitud de Tomás es muy similar a  nuestra. Como reza el dicho popular: “Ver para creer”. En ocasiones nuestra fe flaquea. Entonces tratamos de aferrarnos a algo tangible, que nos brinde “seguridad” física; y nos preguntamos si en realidad “alguien” escucha nuestras oraciones, sobre todo cuando no vemos los resultados que queremos (Cfr. Hb 11,1).

En la lectura evangélica de hoy Jesús le dice a Tomás: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. ¡Qué diferencia con María, la que “creyó sin haber visto”! (Cfr. Lc 1,45;).

La fe es una de las virtudes teologales (llamadas también “infusas”) que recibimos en nuestro bautismo. Pero lo que en realidad recibimos es como una semilla que hay que alimentar e irrigar adecuadamente para que pueda germinar y dar fruto. Si la abandonamos corre el peligro de secarse y morir. Y el agua y alimento que necesita la encontramos en la oración, la Palabra y los sacramentos, especialmente la Eucaristía.

El problema estriba en que hoy día vivimos en un mundo secularizado, esclavo de la tecnología, en el que resulta más fácil creer lo que dice la internet (sin cuestionarnos la fuente ni las intenciones de quien escribe), que creer en Dios y en su Palabra salvífica, que es Palabra de Vida eterna (Cfr. Jn 6,68).

Los apóstoles creyeron esa Palabra de Vida eterna. El mismo Tomás, a pesar de su incredulidad inicial, no tuvo que meter los dedos en las manos ni la mano en el costado del Señor para hacer una profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”

Por eso, hoy, en la fiesta de Santo Tomás, apóstol, digamos a Nuestro Señor: “Señor Jesús, al celebrar hoy con admiración y alegría la fiesta de santo Tomás, te pedimos que nosotros –tus discípulos- y cuantos nos rodean y no te conocen por la fe experimentemos tu presencia en nuestras vidas mostrándote llagado y resucitado, predicador del Reino y pastor de ovejas perdidas, salvador y amigo. Amén” (oración tomada de Dominicos 2003).

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (1) 26-05-21

“No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?”

La lectura evangélica de hoy (Mc 10,32-45) nos presenta el tercer anuncio de la pasión de Jesús a sus discípulos. Vemos cómo cada vez el anuncio se hace más preciso. Hoy lo hace con lujo de detalle: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán; y a los tres días resucitará”.

Este anuncio se da en el contexto de la primera “subida” de Jesús a Jerusalén en la narración de Marcos. Además del aspecto geográfico, vemos en este detalle un significado teológico: Jesús abandona el mundo pagano y “sube” a Sión para enfrentar su pasión y muerte voluntariamente aceptadas, para luego resucitar lleno de gloria.

Otro simbolismo: Jesús se les adelanta y los discípulos le siguen “asustados”. Jesús va enfrentar la culminación de su misión, y los apóstoles sufrirán su mismo destino: el martirio. Según la tradición todos, excepto Juan, padecieron el martirio a causa del Evangelio.

No bien había acabado Jesús de hacer su anuncio, se le acercan Santiago y Juan, todavía con las ideas mesiánicas del pueblo de Israel en sus mentes, y le piden: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. En la versión de Mateo, es la madre de estos quien se lo pide (Mt 20,20-21). De nuevo la ambición de gloria y privilegio. Jesús destaca la incomprensión de los apóstoles: “No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?” Ellos siguen sin comprender y le contestan en la afirmativa.

Jesús, con toda su paciencia les afirma: “El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado”. Beber el cáliz se refiere a asumir la amargura, el sacrificio, la renuncia (Cfr. Mt 26,39; Lc 22,42), y el bautismo es sinónimo de sumergirse, dejarse purificar, morir para nacer a una nueva vida. Les anuncia la suerte que les espera.

Los otros se indignan, no porque creyeran que la petición de los hijos del Zebedeo fuera impropia, sino porque se les habían adelantado. No será hasta la Pascua de Jesús que los discípulos comprenderán el significado de sus palabras.

Jesús aprovecha (¿cuándo no?) para darles (y darnos a nosotros también) una lección sobre lo que significan autoridad y servicio: “el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”.

Hagamos examen de conciencia. ¿Tengo tendencia a dominar o imponer mi criterio sobre otros, más que servir? ¿Ambiciono, consciente o inconscientemente puestos de honor o reconocimiento?

Ser cristiano significa seguir los pasos de Cristo. Beber su mismo cáliz y bautizarse en su mismo bautismo. La invitación es sencilla: “Sígueme”. ¿Te animas?

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA 20-05-21

“… que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.

La liturgia de hoy nos presenta como lectura evangélica (Jn 17,20-26) la tercera y última parte del “discurso de despedida” de Jesús a sus discípulos, que transcurre en el trasfondo de la sobremesa de la última cena. A partir de este momento vemos que la oración de Jesús al Padre por sus discípulos inmediatos se convierte también en oración por todos los que en el futuro habríamos de convertirnos en sus discípulos por la palabra de aquellos: “Padre santo, no sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. En otras palabras, ora por la Iglesia que habría de fundarse sobre la fe de los apóstoles. Ora por nosotros… Imagínate; ¡Cristo ha orado por ti!

La súplica de Jesús al Padre es que haya unidad entre todos sus discípulos, los contemporáneos y los futuros; y el modelo, el marco de referencia que utiliza, es la unidad entre el Padre y Él, para que esa unidad se convierta en predicación, en testimonio de la Verdad, que es testimonio del Amor entre el Padre y el Hijo. De esta manera Jesús puede continuar la revelación del Padre a través de su Palabra y de la comunión de los creyentes.

Y nuestra misión, la misión de todos los bautizados que hemos recibido el Espíritu Santo, es difundir esa Palabra para que a través de ella otros crean también. Y el contenido de esa Palabra es solamente uno: que el Padre ha enviado al Hijo por pura gratuidad en el acto de amor más sublime en la historia. Y la manera de reciprocar ese amor es a través de nuestros hermanos. Así se crea la comunión, la unidad: “que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros”. Y esa comunión, ese amor, será el distintivo de los verdaderos discípulos de Jesús (Cfr. Jn 13,15).

Esta es la última plegaria de Jesús antes de entrar en su Pasión. Nos está diciendo qué le mueve a aceptar voluntariamente su Pasión, a entregar su vida. Ese es, podríamos decir, su testamento, su última voluntad; que todos seamos uno, que vivamos en la unidad. Eso es lo que Él quiere para la Iglesia que Él vislumbra en el horizonte. Ut unum sint!

Las últimas palabras de Jesús en esta plegaria “sellan” la misma y nos muestran el propósito de sus palabras: “para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”. Ese Amor que sirve de hilo conductor y a su vez de agente catalítico al mensaje de Jesús, que Juan nos expone de manera contundente en su relato evangélico; Amor que tiene nombre y apellido: el Espíritu Santo que los discípulos recibirían en Pentecostés, y que tú y yo recibimos el día de nuestro Bautismo.

¡Espíritu Santo, ven a mí!

REFLEXIÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE CUARESMA (B) 21-02-21

Vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús.

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, ese tiempo especial durante el año en que la Iglesia nos invita a nosotros, los pecadores, a la conversión, a reconciliarnos con Él.

Nuestra débil naturaleza humana, esa inclinación al pecado que llaman concupiscencia, nos hace sucumbir ante la tentación. Jesús experimentó en carne propia la tentación. Ni Él, que es Dios, se vio libre de ella; su naturaleza humana sintió el aguijón de la tentación. Pero logró vencerla. Y nos mostró la forma de hacerlo: la oración y el ayuno (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). De paso, en un acto de misericordia, nos dejó el sacramento de la reconciliación para darnos una y otra oportunidad de estar en comunión plena con el Dios uno y trino.

La lectura evangélica de hoy (Mc 1,12-15) nos presenta la versión más corta de las tentaciones en el desierto, unida a un llamado de conversión: “En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: ‘Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio’”.

En el lenguaje bíblico el desierto es lugar de tentación, y el número cuarenta es también simbólico, un tiempo largo e indeterminado, tiempo de purificación; “cuaresma”. Así, vemos en la Cuaresma el tiempo de liberación del “desierto” de nuestras vidas, hacia la libertad que solo puede brindarnos el amor incondicional de Jesús, que quedará manifestado al final de la Cuaresma con su Misterio Pascual, su muerte y resurrección.

La versión de Lucas de este pasaje nos dice que luego de tentar a Jesús el demonio se marchó “hasta otra ocasión”. Así mismo se comporta con nosotros. Nunca se da por vencido. No bien hemos vencido la tentación, cuando ya el maligno está buscando la forma de tentarnos nuevamente, “como un león rugiente” (Cfr. 1 Pe 5,8), pendiente al primer momento de debilidad para atacar. De ahí el llamado constante a la conversión.

La segunda lectura (1 Pe 3,18-22), haciendo referencia a la primera (Gn 9,8-15), en la cual Dios establece una alianza con Noé y los suyos salvándolos del diluvio, nos la presenta como “un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Jesucristo, que llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y poderes, y está a la derecha de Dios”.

Tiempo de cuaresma, tiempo de conversión, tiempo de penitencia. Durante este tiempo la liturgia nos invita a tornarnos hacia Él con confianza para decirle: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador” (Sal 24).

Apenas comienza la Cuaresma. El Rey nos invita al banquete bodas de su Hijo, pero tenemos que ir con traje de fiesta (Cfr. Mt 22,12-13). Todavía estamos a tiempo… ¡Reconcíliate!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DEL T.O. (1) 28-01-21

“¿Se trae el candil para meterlo debajo del celemín o debajo de la cama, o para ponerlo en el candelero?

En la lectura evangélica de hoy (Mc 4,21-25), Marcos nos presenta dos parábolas cortas, ambas relacionadas con el anuncio del Reino.

La primera de ellas, la del candil que no se trae para ponerlo debajo del celemín (las notas de la Biblia de Jerusalén dice que “en la antigüedad, el celemín era un pequeño mueble de tres o cuatro patas) o debajo de la cama, sino para ponerlo en el candelero para que alumbre. Termina Jesús esa breve parábola con la frase que le escucharemos decir en más de una ocasión: “El que tenga oídos para oír, que oiga”.

Jesús utiliza imágenes, situaciones, gestos, que les son familiares a la gente, para transmitir la realidad invisible del Reino. Probablemente ha visto a su propia madre en muchas ocasiones traer un candil, al caer la noche, para iluminar la habitación en que se encontraban. Él echa mano de esa imagen sencilla, doméstica, familiar, para enseñarnos la actitud que debemos tener respecto a la Palabra de Dios que recibimos. Esa Palabra de Vida eterna no es para esconderla, sino para ponerla en un lugar visible para que todos se beneficien de su Luz.

Jesús nos ha dicho que tenemos que ir por todo el mundo a proclamar la Buena Noticia del Reino (Mc 16,15), a ser la “luz del mundo”. La versión de Mateo de este pasaje, que el evangelista coloca inmediatamente después del sermón de las Bienaventuranzas, es más explícita, y nos muestra a Jesús diciendo (Mt 15,14): “Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”.

En la parte del ritual del Bautismo que llamamos effetá (palabra aramea que significa “ábrete”), el ministro traza la señal de la cruz tocando los oídos y los labios del bautizando, para que sus oídos se abran para escuchar la Palabra de Dios y sus labios para proclamarla, es decir, cumplir la misión profética para la cual somos ungidos en el Sacramento.

Lo hemos dicho muchas veces, cuando recibimos la Palabra de Dios en nuestros corazones, no podemos quedárnosla para nosotros, tenemos que compartir la Buena Nueva del Reino con todos, como los enfermos a quienes Jesús curaba y les pedía que guardaran silencio, que no podían contenerse y salían corriendo a contárselo a todos.

Y como a los discípulos, a quienes explicaba las cosas del Reino en privado, tenemos que pedir al Espíritu que nos permita recibir esas verdades “ocultas” que Jesús quiere transmitirnos, para “ponerlas en alto” y que se “descubran” ante los demás. De ahí el mandato de Jesús: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”.

Yo me atreví. Y tú, ¿te atreves? Anda, ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DEL T.O. (1) 12-01-21

“Cállate y sal de él”. Y el espíritu “dando un grito muy fuerte, salió”.

Continuamos adentrándonos en el Tiempo ordinario. La figura de Cristo-predicador sigue tomando forma y, junto con ella, se va revelando la divinidad de Jesús. El misterio de la Encarnación.

Como primera lectura la liturgia nos sigue presentando la carta a los Hebreos (2,5-12). En este pasaje el autor de la carta enfatiza la naturaleza humana de Jesús, y cómo al hacerse uno de nosotros al punto de llamarnos “hermanos”, nos abrió el camino a la gloria eterna. “Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte. Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos. Dios, para quien y por quien existe todo, juzgó conveniente, para llevar a una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación”. El autor de la carta a los Hebreos nos resume en apenas tres oraciones valor redentor del sacrificio de Cristo.

Jesús muestra su superioridad (“puesto a someterle todo, nada dejó fuera de su dominio”), pero a la misma vez muestra su solidaridad total con nosotros. Es por eso que podemos llamar a Dios Abba, Padre, al igual que Jesús. Esa filiación divina que recibimos en el Bautismo que nos convierte en Hijos de Dios, hermanos de Jesús, y coherederos de la gloria.

En la lectura evangélica de hoy (Mc 1,21-28) vemos el comienzo de la misión de Jesús. Lo encontramos entrando a Cafarnaún. Apenas cuenta con cuatro discípulos, pero no espera, tiene que cumplir su misión y sabe que tiene poco tiempo. Lo vemos predicando en la sinagoga (algo no muy común en Jesús, que prefería hacerlo al descampado). Todos se maravillaban de la autoridad con que exponía su doctrina, porque lo hacía, no como lo escribas (que no aventuraban interpretar la ley a menos que su juicio estuviera avalado por las escrituras), “sino con autoridad”. Otra muestra de la divinidad de Jesús, quien había venido a dar plenitud a la Ley y los profetas (Mt 5,17). Todos perciben que Jesús habla con una autoridad que viene desde el interior de sí mismo y que solo puede venir del mismo Dios. Tal vez todavía no tienen claro que Él es Dios, pero este episodio constituye el primer atisbo de esa divinidad que se seguirá manifestando a través del Evangelio.

Y para que no quede duda sobre su “autoridad” y su superioridad sobre todo, la Escritura nos presenta a un hombre poseído por un “espíritu inmundo” que se encuentra con Jesús en la sinagoga. El espíritu increpa a Jesús y, una vez más, Jesús habla con autoridad: “Cállate y sal de él”. Y el espíritu “dando un grito muy fuerte, salió”. Todos estaban asombrados, confundidos, y se decían: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo”. Y eso, que estamos apenas comenzando, es el primer día de predicación de Jesús. ¡Abróchense los cinturones!

Y yo, ¿tengo claro quién es Jesús? ¿He sido testigo de su poder? Cuando hablo de Él, ¿presento una imagen de “estampita” sobre su persona, o soy capaz de presentar mi experiencia del poder de Jesús y cómo ha obrado en mí?

REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR (B) 10-01-21

“Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán”.

La Iglesia Universal celebra hoy la fiesta litúrgica del Bautismo del Señor, otra de las grandes epifanías (manifestaciones) de Jesús, y la liturgia nos regala como primera lectura el comienzo del primer cántico del Siervo de Yahvé en el libro del profeta Isaías (42,1-4.6-7). Ese pasaje prefigura la lectura evangélica, que para este “ciclo B” es la versión de Marcos del Bautismo de Jesús (1,7-11).

En la primera lectura el Señor se manifiesta por boca de Isaías: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu”. Como podemos apreciar, el paralelismo de este pasaje con el Evangelio de hoy es asombroso: “Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto’”.

En la Solemnidad de la Epifanía decíamos que la Iglesia celebra tres epifanías importantes: La Epifanía ante los Reyes Magos, la Epifanía a Juan el Bautista en el Río Jordán cuando Jesús fue bautizado, y la Epifanía a sus discípulos en las Bodas de Caná. En la que celebramos hoy, no solo experimentamos una manifestación de Jesús; tenemos una verdadera teofanía en la que se manifiestan las tres personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Ese gesto de Jesús de bautizarse como “uno más”, junto a los pecadores, sin necesitar bautismo, enfatiza el carácter totalizante de la encarnación. Jesús se hizo uno con nosotros, uno de nosotros. Pero su doble naturaleza se revela en el Espíritu que desciende sobre Él y la voz del Padre que le llama “Hijo” (“Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios”. – Lc 1,35).

Con esa aparición del Espíritu seguida de la frase que acabamos de escuchar, se establece una nueva relación entre Dios y la humanidad a través del Ungido. Así, todos los que nacemos del agua y del Espíritu por medio del Bautismo, nos convertimos en “hijos amados y predilectos” del Padre y, por tanto, hermanos de Jesús y coherederos de la Gloria. Por eso podemos llamar a Dios “Padre”, y Él puede llamarnos “hijos”. Así se cumple la profecía: “Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo” (2 Sam 7,14; Hb 1,5).

La efusión del Espíritu Santo sobre Jesús lo lanza a comenzar su misión redentora y le acompañará a lo largo de toda ella. Nosotros, los que por medio del Bautismo hemos participado de la muerte, y participamos de la misma Vida y el mismo Espíritu del Señor, estamos llamados a continuar Su obra salvadora, convirtiéndonos en “Evangelios vivientes” en el mundo y en la historia.

En esta celebración de la Fiesta del Bautismo del Señor, pidamos a nuestro Padre del Cielo que haga descender sobre nosotros el mismo Espíritu que descendió sobre su Hijo el día de su Bautismo, para que como lo hizo con Él, nos insufle la valentía, el arrojo y el fuego apostólico necesarios para llevar a cabo nuestra misión de anunciar la Buena Nueva del Reino, para que todos se conviertan y crean en Él.

REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO DE PRIMERA SEMANA DE ADVIENTO 05-12-20

“La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”.

El profeta Isaías continúa prefigurando al Mesías. En la primera lectura para hoy (Is 30,19-21.23-26), el profeta nos dice: “Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá. Aunque el Señor te dé el pan medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro. Si te desvías a la derecha o a la izquierda, tus oídos oirán una palabra a la espalda: ‘Éste es el camino, camina por él’”. Esta última frase nos evoca la palabra griega utilizada en el Nuevo Testamento para “conversión” (metanoia), que literalmente se refiere a una situación en que un trayecto ha tenido que volverse del camino en que andaba y tomar otra dirección.

Así, vemos cómo en esta lectura también se adelanta el llamado a la conversión que caracteriza la predicación de Juan Bautista, otra de las figuras del Adviento: “Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios” (Cfr. Lc 3,1-6)

El relato evangélico de hoy (Mt 9,35–10,1.6-8) nos presenta a un Jesús  misericordioso que se apiada ante el gemido de su pueblo y le responde. Así, la lectura nos dice que “recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias” (Cfr. Tercer misterio luminoso del Rosario). Continúa diciendo la lectura que Jesús, “al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”.

Este pasaje destaca otra característica de Jesús: que no se comporta como los rabinos y fariseos de su tiempo, no espera que la gente vaya a Él, sino que Él va a la gente a anunciar la Buena Nueva del Reino.

Luego de darnos un ejemplo de lo que implica la labor misionera (“enseñar”, “curar”), nos recuerda que solos no podemos, que necesitamos ayuda de lo alto: “rogad, pues al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Podemos ver que la misión que Jesús encomienda a sus apóstoles no se limita a ellos; está dirigida a todos nosotros. En nuestro bautismo fuimos ungidos sacerdotes, profetas y reyes. Eso nos llama a enseñar, anunciar el reino, y sanar a nuestros hermanos. Esa es nuestra misión, la de todos: sacerdotes, religiosos, y laicos.

“Id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”. El Señor quiere que todos se salven, esa es su misión, nuestra misión. Pero para poder hacerlo, primero tenemos que experimentar nosotros mismos la conversión, que se asocia al arrepentimiento; mas no un arrepentimiento que denota culpa o remordimiento, sino que es producto de una transformación entendida como un movimiento interior, en lo más profundo de nuestro ser, nuestra relación con Dios, con nuestro prójimo y nosotros mismos, iluminados y ayudados por la Gracia Divina. Solo así podremos “contagiar” a nuestros hermanos y lograr su conversión.

En este tiempo de Adviento, roguemos al dueño de la mies que derrame su Gracia sobre nosotros para poder convertirnos en sus obreros.