REFLEXIÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO PASCUA O DE LA DIVINA MISERICORDIA 24-04-22

Hoy celebramos el segundo domingo de Pascua, último día de la Octava de Pascua, también conocido como domingo de la Divina Misericordia. Si analizamos las lecturas que nos propone la liturgia, entendemos por qué Jesús, en sus mensajes a Santa María Faustina, escogió esta fecha para celebrar la Fiesta de la Divina Misericordia (ver reflexión de nuestro hermano y amigo Romualdo Olazábal publicado hace unos años en su Blog).

La primera lectura (Hc 5,12-16) nos narra la actividad de los apóstoles, quienes continúan la obra de Jesús en Jerusalén (lugar donde se desarrollan los primeros siete capítulos de los Hechos de los apóstoles), en un despliegue de misericordia, curando “enfermos y poseídos”.

La lectura evangélica (Jn 20,19-31) nos presenta las primeras dos apariciones de Jesús a sus discípulos. La primera el mismo día de la Resurrección, encontrándose encerrados en la estancia superior, por temor a las autoridades judías, luego de que Pedro y Juan encontraran la tumba vacía. La segunda tiene lugar una semana después, pero esta vez los discípulos estaban fortalecidos por la presencia del Resucitado. Ahora la controversia giraba en torno a la incredulidad de Tomás.

Este pasaje, que es la conclusión del evangelio según san Juan, es sumamente denso y lleno de símbolos. Nos limitaremos a dos, comenzando con el segundo: la incredulidad de Tomás.

La pregunta obligada es: ¿Dónde estaba Tomás cuando el Señor se apareció a los discípulos por primera vez? De seguro estaba vagando, triste y desilusionado porque Jesús había muerto; había visto tronchados todos sus sueños. Se había separado del grupo. Por eso no tuvo la experiencia de Jesús resucitado; como nos pasa a nosotros cuando nos alejamos de la Iglesia. Cuando regresó se negaba a creer porque no le había visto. Pero esta vez no se alejó, se mantuvo en comunión con sus hermanos, se congregó, y entonces tuvo el encuentro con Jesús resucitado. Igual nos pasa a nosotros cuando regresamos a la Iglesia y nos congregamos para la celebración eucarística; los ojos de la fe nos permiten tener un encuentro con Jesús resucitado. Por eso en el rito de la consagración decimos, al igual que Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”

Jesús concluye el pasaje diciendo: “Dichosos los que crean sin haber visto”. Los discípulos tuvieron la dicha de ver a Jesús resucitado. Nosotros por fe creemos que Él se hace presente con todo su cuerpo, sangre, alma y divinidad, en las especies de pan y vino durante la celebración eucarística; presencia tan real como lo fue la aparición a los discípulos en aquél primer domingo de Resurrección. ¡Y por ello Jesús nos llama dichosos, bienaventurados!

El otro aspecto que hay que resaltar es la institución del Sacramento de la Reconciliación. Jesús conoce nuestra naturaleza pecadora y no quiso dejarnos huérfanos: “exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’”. Es el “Tribunal de la Divina Misericordia”, la  manifestación más patente de la Misericordia Divina; llamado así porque es el único Tribunal en el cual uno, al declararse culpable, es absuelto.

Durante la Cuaresma y Semana Santa la Iglesia nos hizo un llamado a reconciliarnos. Si no lo hiciste entonces, recuerda que HOY es el domingo de la Divina Misericordia. ¡Anda, declárate culpable; te garantizo que saldrás absuelto!

REFLEXIÓN PARA EL JUEVES DE LA OCTAVA DE PASCUA 21-04-22

“¿Tenéis ahí algo de comer?”

El relato evangélico que nos brinda la liturgia para hoy (Lc 24,35-48) es continuación del que leíamos ayer. Estaban los discípulos a quienes Jesús se les apareció en el camino de Emaús contando a los Once lo sucedido, “cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: ‘Paz a vosotros’”.

Los presentes se quedaron atónitos y llenos de miedo, pues “creían ver un fantasma”. Veían, pero sus cerebros se negaban a aceptar lo que estaban viendo. ¡Cuántas veces nos sucede que, al presenciar un milagro, comenzamos a buscar toda clase de explicación “lógica”, antes de aceptar que ha sido obra de Dios! Vemos y no creemos, porque vemos con los ojos del cuerpo y no con los ojos de la fe.

Resulta curioso que el relato no nos dice cómo Jesús llegó a allí, cómo se “apareció” entre los discípulos. ¡Ese detalle no tiene relevancia alguna ante el hecho trascendente de que Jesús está allí! Sí, el Jesús de Nazaret que caminó junto a ellos, que compartió con ellos la mesa, que les instruyó, es el mismo que el Resucitado.

Jesús percibe el miedo y el asombro de los discípulos, y quiere animarlos para que no quede duda, para que puedan ser testigos de su Resurrección. Por eso, después de mostrarle las heridas, “como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ‘¿Tenéis ahí algo de comer?’  Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos”. El relato quiere enfatizar que el Resucitado es real, que se trata de la misma persona que Jesús de Nazaret; que no se trata de un invento ni un cuento de camino. Jesús de Nazaret ha resucitado y sus discípulos, especialmente los Once, cuya presencia enfatiza el relato de Lucas, son testigos de ello. Cómo Jesús, con su cuerpo glorificado es capaz de comer, es un misterio que escapa a nuestro entendimiento humano, pero con ese gesto se quiere establecer que Jesús está real y verdaderamente frente a sus discípulos.

Y al igual que lo hizo con los de Emaús, les explica lo que sobre su persona dicen las Escrituras, desde Moisés hasta los profetas, y cómo todo se cumplía en Él. Nos dice el pasaje que Jesús entonces “les abrió el entendimiento para comprender las escrituras”, añadiendo al final: “Vosotros sois testigos de esto”. Una vez más Jesús enfatiza la relación entre Él y las Escrituras, y el testimonio de los que creen en Él. Esta es la última aparición de Jesús en el evangelio según san Lucas, que el autor coloca justo antes de su Ascensión.

Antes de ascender, en el versículo que sigue al pasaje de hoy, Jesús les reitera la promesa del Espíritu Santo que recibirán en Pentecostés: “Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”.

Es el Espíritu quien les dará la fortaleza para ser testigos: “Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8).

La misma promesa aplica a todos los que profesamos nuestra fe en el Resucitado. ¡Atrévete!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA OCTAVA DE PASCUA 18-04-22

Él ha vencido la muerte. ¡Aleluya!

Con el Domingo de Resurrección comenzamos la cincuentena del tiempo pascual que culmina con la solemnidad de Pentecostés. Llamamos Octava de Pascua a la primera semana de la cincuentena. Es como si se tratara de un solo día, o sea, que la celebración, la alegría del domingo de Pascua se prolonga por ocho días seguidos. Aunque a través de la historia de la Iglesia se han reconocido varias “octavas”, en la actualidad se reconocen solo dos: la de Navidad y la de Pascua.

Esta idea de celebrar octavas para las grandes solemnidades la encontramos enraizada tanto en la cultura helenística (griega) como en la judía. Para los griegos el número ocho representaba la perfección definitiva, pues el alma había “viajado” por siete esferas y al llegar a la octava encontraría la eterna bienaventuranza. La liturgia judía, por su parte, celebraba durante ocho días sus grandes fiestas (Pascua, Ázimos y Pentecostés), siendo el octavo el que se celebraba con mayor solemnidad, pues recapitulaba los siete anteriores.

Para nosotros los cristianos, que reconocemos una semana de siete días, el “octavo día” es a la vez el primero (si comenzamos a contar incluyendo el primer día – por eso al domingo se le llama octava dies), el que está “más allá de todo día”, que a su vez nos remite a la eternidad; a ese Dios eterno, que está por encima del tiempo.

Durante la Octava de Pascua, las lecturas que nos brinda la liturgia se concentran en el signo “positivo” de la resurrección, las apariciones de Jesús, que junto al signo “negativo” (el sepulcro vacío), conforman los hechos que demuestran sin lugar a dudas que ¡Jesús ha resucitado! Estas lecturas nos transmitirán fielmente las experiencias de los apóstoles y otros con el Resucitado.

La lectura de hoy (Mt 28,8-15) nos presenta a María Magdalena y “la otra María” (María la de Santiago) marchándose a toda prisa del sepulcro después de haber presenciado al “Ángel del Señor” bajar del cielo en medio de un terremoto y rodar la piedra que servía de lápida. Ya el año pasado habíamos comentado sobre esa lectura, por lo que les remitimos a nuestra reflexión para esa fecha.

La primera lectura de hoy (Hc 2,14.22-33) nos presenta fragmentos del discurso de Pedro a la gente en Pentecostés, en el que dio testimonio de la Resurrección de Jesús y del Espíritu Santo que acababa de derramarse sobre los que estaban junto a él: “Pues bien, Dios resucitó a este Jesús, de lo cual todos nosotros somos testigos. Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo”. Fue el comienzo de la “Iglesia misionera”.

Pedro había tenido un encuentro con el Resucitado y había sido arropado por el poder del Espíritu Santo. Por eso su testimonio fue tan poderoso y elocuente al punto que, como veremos en la primera lectura de mañana, “aquel día se les agregaron unos tres mil”.

Pidamos al Resucitado nos conceda la fe para tener un verdadero encuentro con el Resucitado y poder anunciar a todos la gran noticia:

¡Verdaderamente ha resucitado!

REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA (CICLO C) 04-04-22

Cuando el quinto domingo de Cuaresma coincide con el ciclo C del tiempo litúrgico, la lectura evangélica coincide con la del lunes de la quinta semana (Jn 8,1-11). Por tanto, puede sustituirse por el siguiente pasaje (Jn 8,12-20): Cristo Luz.

No obstante, la primera lectura (Dn 13,1-9.15-17.19-30.33-62) para este día se mantiene, y nos presenta una trama parecida a la del Evangelio que contemplábamos ayer, con una diferencia. En ambas se pretende juzgar a una mujer adúltera, pero en la de ayer la mujer era culpable y en la de hoy la mujer es inocente.

En la lectura evangélica de ayer se nos mostraba la misericordia y el perdón de Dios hacia la pecadora; cómo Jesús no había venido a juzgar sino a perdonar, no a condenar sino a salvar. En la primera lectura de hoy se nos presenta a la inocente Susana que confía en el Señor y prefiere enfrentar a sus calumniadores antes que pecar contra Él. Es una historia larga, que termina desenmascarando a los acusadores y librando a Susana del castigo. Susana había implorado al Señor: “Oh Dios eterno, que conoces los secretos, que todo lo conoces antes que suceda, tú sabes que éstos han levantado contra mí falso testimonio. Y ahora voy a morir, sin haber hecho nada de lo que su maldad ha tramado contra mí”. Y el Señor escuchó su plegaria y suscitó el Espíritu Santo en el joven Daniel, quien la salvó de sus detractores, porque “Dios salva a los que esperan en él”.

De no ser por la intervención providencial del joven Daniel, todos estaban prestos a condenarla, sin mayor indagación, confiando tan solo en el testimonio de los dos ancianos libidinosos. Ayer hablábamos de cuán prestos estamos a juzgar y condenar a los demás sin juzgarnos antes a nosotros mismos. Hoy vemos cómo, inclusive, lo hacemos sin darles una oportunidad de defenderse, sin escuchar su versión de los hechos, y cómo somos dados a la especulación cuando llega el momento de juzgar y condenar (yo he sido objeto de esto y puedo dar fe de lo que se siente). Y, peor aún, con cuánta facilidad repetimos un “chisme”, sin averiguar su veracidad, y sin detenernos a pensar el daño que le causamos al prójimo al hacerlo. “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”.

Si nos detuviéramos a juzgarnos nosotros mismos antes de hacerlo con los demás, de seguro seríamos más benévolos con ellos.

La lectura evangélica de hoy (Jn 8,12-20), nos presenta a Jesús con otro de los “Yo soy” del Evangelio de Juan, que nos apuntan a la divinidad de Jesús, al poner en sus labios el nombre que Dios le reveló a Moisés en la zarza ardiendo (Ex 3,14). Así, en contraposición a las tinieblas y la oscuridad del odio y la mentira representados en la primera lectura de hoy, Jesús se nos presenta como la luz. “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida”.

Hoy día andamos en un mundo de tinieblas y Jesús se nos presenta como la Luz verdadera, el único que puede apartar las tinieblas de nuestro entorno y conducirnos a la Luz de su Pascua, simbolizada por el cirio pascual que hemos de encender en la Vigilia Pascual. Jesús-Luz está invitándonos a seguirle en su camino hacia la Pascua, que no es otra cosa que su victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.

“Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo” (Sal 22).

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 30-03-22

“¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”.

La liturgia para este miércoles de la cuarta semana de Cuaresma comienza presentándonos la contraposición entre las tinieblas y la luz, pero esta vez por voz del profeta Isaías (49,8-15): “En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: ‘Salid’, a los que están en tinieblas: ‘Venid a la luz’”.

Este pasaje, tomado del “Segundo Isaías” o Libro de la consolación, y escrito por un profeta anónimo durante el exilio en Babilonia, pretende consolar y alentar al pueblo, anunciándoles un segundo éxodo de vuelta a Jerusalén. De paso, su oráculo prefigura la llegada del Mesías tan esperado por el pueblo de Israel, con las palabras que serán tomadas por Juan Bautista y que resuenan al comienzo del Adviento: “Convertiré mis montes en caminos, y mis senderos se nivelarán” (Cfr. Lc 3,4-5).

Esta primera lectura termina con uno de los versículos más tiernos del Antiguo Testamento y de toda a Biblia: “¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”. Tan grande es el amor de Dios por cada uno de nosotros. Un amor que tiene más rasgos de amor materno que paterno. De hecho, si examinamos el Antiguo Testamento libres de las “gríngolas” de la tradición patriarcal del pueblo judío (y heredada por nosotros), encontramos que pocas veces se refiere a Dios como “padre”, y las veces que lo hace, es como sinónimo de “Señor”.

Por el contrario, sobre todo cada vez que habla del amor y la misericordia divinos, lo hace con rasgos maternales, como lo hace en el pasaje que contemplamos hoy, y en otro que no puedo dejar de mencionar; el pasaje de Oseas (11,1.3-4) que nos presenta a un Dios-Madre que se inclina sobre su hijo para amamantarlo: “Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer”.

Esto nos remite al vocablo hebreo utilizado en el Antiguo Testamento para definir la “misericordia” (Cfr. Salmo 50): rah min, que en su raíz se deriva de la palabra rehem, que se refiere a la matriz o el útero materno. De ahí las continuas referencias al amor de Dios por el “hijo de sus entrañas”, especialmente en la literatura profética. Se trata de un amor gratuito, no fruto de ningún mérito de nuestra parte. Dios nos ama a cada uno de nosotros tal y como somos, como solo una madre puede hacerlo, con todos nuestros pecados, nuestras miserias. Por eso quiere nuestra salvación, por eso nos espera como el padre del hijo pródigo (Lc 15,11-32) para fundirse con nosotros en un abrazo, que tal parece quisiera llevarnos de vuelta al rehem de donde salimos.

Señor, durante esta Cuaresma, inunda todo mi ser con tu Santo Espíritu, para que pueda sentir ese amor incondicional que me haga arrepentirme de todos mis pecados y postrarme ante Ti con la certeza de que “un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 50,19).

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA 29-03-22

“Levántate, toma tu camilla y echa a andar”.

El simbolismo del agua “inunda” la liturgia de hoy. La primera lectura, tomada del libro de Ezequiel (47,1-9.12) nos muestra una visión del Templo con torrentes de agua brotando de su lado derecho. El torrente de agua era tan abundante que llegó un momento en que no se podía vadear. Y esa agua era agua de vida, que hacía que la tierra diera frutos en abundancia, y hasta llegaba al Mar Muerto devolviendo la vida a sus aguas salobres.

En las Sagradas Escrituras el agua siempre ha sido símbolo de vida y, más aun, de la Vida que Dios nos da. Por eso se le asocia a los tiempos mesiánicos. Cristo ha venido a traer vida en abundancia. Hay quienes ven en el torrente que brota por el lado derecho del templo en esta visión de Ezequiel, una prefiguración del agua que brota del costado derecho de Jesús en la cruz luego del lanzazo, que sellaría la Nueva y Eterna Alianza y daría paso a la Iglesia como “nuevo pueblo” de Dios, instrumento de salvación instituido por Cristo.

En el capítulo siete de Juan el agua se nos presenta como el Espíritu que mana del Cristo glorificado: “‘El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí’. Como dice la Escritura: De su seno brotarán manantiales de agua viva. Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37-39).

El pasaje evangélico de hoy (Jn 5,1-3.5-18) nos presenta el episodio en que Jesús cura a un paralítico que estaba echado en una camilla junto a la piscina de Betesda. Nos dice la Escritura que el hombre llevaba allí treinta y ocho años.

Dos cosas nos llaman la atención sobre este pasaje. Primero, es Jesús quien se toma la iniciativa. Han llegado los tiempos mesiánicos. Es Él quien se acerca al paralítico y le pregunta: “¿Quieres quedar sano?” Una pregunta directa. Jesús sabe que el hombre lleva mucho tiempo, que ha puesto toda su esperanza en el agua de aquella piscina (en los versos 3b-4 se nos dice que cuando el agua que había en ella era agitada por las alas de un ángel del Señor que bajaba de vez en cuando, el primero que se metía se curaba).

Segundo, la respuesta del hombre ante esa pregunta trascendental: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”. Jesús le había hecho una pregunta directa, lo único que tenía de decir era “sí”. No se daba cuenta que tenía ante sí al mismo Dios, aquél de quienes brotan torrentes de agua viva, capaz de echar demonios, curar enfermos, revivir muertos. Está ventilando su frustración, pero más que nada, su soledad: “no tengo a nadie…” La soledad, lo que el papa Francisco ha llamado la peor enfermedad de nuestro tiempo.

Jesús se compadece y le dice: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Palabras de vida, palabras de sanación, de alegría. Dentro de toda su frustración y soledad, aquél hombre creyó las palabras de Jesús. Por eso pudo recibir los frutos del milagro. “Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar”.

Jesús nos pregunta hoy si queremos quedar sanados de nuestros pecados. ¿Qué le vamos a contestar?

REFLEXIÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA (C) 20-03-22

“Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.

“El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles”. Así finaliza el salmo responsorial de la liturgia para hoy (Sal 102).

La lectura evangélica de hoy nos presenta un pasaje compuesto de dos partes. La primera contiene una catequesis de Jesús sobre las desgracias que ocurren a diario en las que perecen varias personas y su relación con la retribución, y la segunda parte nos brinda la parábola de la higuera (Lc 13,1-9): “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?’ Pero el viñador contestó: ‘Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas’”.

En la primera parte Jesús hace ver que, contrario a la creencia de su época que toda desgracia era producto del pecado, todos estamos sujetos a morir repentinamente. Dios no puede desearnos mal, por eso Jesús deja claro que las muertes que se reseñan no son “castigo de Dios”. Pero termina con un llamado a la conversión y una advertencia: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”.

La parábola nos presenta la misericordia divina (representada en la persona del viñador), y la urgencia de escuchar el llamado a la conversión. La parábola nos recuerda que esas muertes repentinas que vemos a nuestro alrededor deben provocar un proceso de introspección en nosotros. No sabemos el día ni la hora. Nuestro tiempo es finito y debemos aprovecharlo.

El día de nuestro bautismo el Espíritu Santo plantó en nosotros tres semillas: la fe, la esperanza y la caridad. Y desde ese momento el Señor está esperando que den fruto. Dios se nos presenta como el Dios de la paciencia. Él no castiga; Él espera, como el viñador (“déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto”). Nos allana el camino a la conversión y nos invita a seguirle. Pero no sabemos cuándo llegará nuestra hora. Y si para entonces no hemos dado fruto…

Dios es un Dios de amor y misericordia; es infinitamente paciente, nos da una y otra, y otra oportunidad (conoce nuestra débil naturaleza y nuestra inclinación al pecado). Pero también es un Dios justo.

Esta Cuaresma nos ofrece “otra oportunidad” de conversión (Él no se cansa). No sabemos si el Viñador ya le dijo al Dueño: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.

REFLEXIÓN PARA EL MARTES DE LA OCTAVA SEMANA DEL T.O. (2) 01-03-22

En la primera lectura de hoy (1 Pe 1,10-16), san Pedro recalca la “continuidad” de la revelación divina. El mensaje de salvación que anunciaron los profetas en el Antiguo Testamento es el mismo que nos traen ahora los predicadores del Evangelio. Pedro nos recuerda que lo que los antiguos profetas anunciaban está sucediendo “ahora”. De paso nos recuerda que lo que le da continuidad al mensaje de salvación es el “Espíritu de Cristo”. Que el Espíritu que inspiró a los profetas es el mismo que inspira a los que ahora predican el Evangelio.

A la misma vez, nos está haciendo un llamado a la santidad: “El que os llamó es santo; como él, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta, porque dice la Escritura: «Seréis santos, porque yo soy santo»”. Para adquirir la santidad, para ser verdaderos cristianos, es preciso aceptar sin reparos el mensaje de salvación contenido en las Sagradas Escrituras. Para ello tenemos que creer que el Espíritu está presente en esos textos sagrados, y en nuestros corazones para poder captar en toda su plenitud ese mensaje de salvación. Tengo que aspirar a la santidad, tengo que convertirme en otro “Cristo”.

La segunda lectura (Mc 10,28-31) nos recalca que no basta tampoco con creer y “cumplir” lo que dice la Escritura. Ayer leíamos el pasaje del hombre rico que cumplía todos los mandamientos, pero no pudo seguir a Jesús abandonado su riqueza. Hoy Jesús nos lleva más allá, recalcándonos que no hay nada más importante que Él, ni “casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras”. El seguimiento de Jesús tiene que ser radical, no hay términos medios, una vez decidimos seguirlo no hay marcha atrás (Lc 9,60.62; Ap 3,16). Cuando nos habla de relegar a un segundo plano todo lo que nos impida seguirle libremente, no se trata tan solo de las “cosas” materiales o el dinero. Se trata también de los lazos afectivos que a veces nos atan con tanta o más fuerza que las cosas materiales. De nuevo, no se trata de “abandonar” a nuestros seres queridos; se trata de no permitir que se conviertan en un impedimento para seguir a Jesús (Cfr. Lc 12,53).

Él no se cansa de repetirlo. Él es santo, y si queremos seguirlo, tenemos que ser “santos”. La santidad va atada a la filiación divina, lo que implica formar parte de la nueva familia de Dios fundamentada en la Nueva Alianza sellada con la sangre de Cristo derramada en la cruz. En el Antiguo Testamento se pasaba a formar parte del “pueblo elegido” por la sangre, por herencia. Ahora Jesús nos dice que pasamos a formar parte de la nueva familia de Dios cumpliendo la voluntad del Padre (Mc 3,35; Mt 12,49-50; Lc 8,21).

Lo que Jesús nos pide para alcanzar la salvación no es tarea fácil. Nos exige romper con todas las estructuras que generan apegos, para entregarnos de lleno a una nueva vida donde lo verdaderamente importante son los valores del Reino.

La promesa que Jesús nos hace al final de pasaje no se trata de cálculos aritméticos. No podemos esperar “cien casas”, o “cien” hermanos, o padres, o madres, o hijos biológicos, o tierras a cambio de dejar los que tenemos ahora. Lo que se nos promete es que vamos a recibir algo mucho más valioso a cambio. Y no hablamos de valor monetario. ¿Quién puede ponerle precio al amor de Dios; a la vida eterna; a la “corona de gloria que no se marchita” (1 Pe 5,4)?

REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2) 23-02-22

“El que no está contra nosotros está a favor nuestro”.

El egoísmo, el protagonismo, la mezquindad, se repiten a lo largo de la historia, y los que pretendemos seguir al Señor no somos la excepción. Y la lectura evangélica que nos brinda la liturgia para hoy (Mc 9,38-40), es un vivo ejemplo de ello. Nada menos que Juan, “el discípulo amado”, le dice a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros”. “No es de los nuestros…” ¿Podemos pensar en una frase más egoísta, más excluyente, más discriminatoria, más “clasista”, más divisoria que esa? ¿Dónde quedó aquello de “en esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Jn 13,35)?

Hoy día no es diferente. ¿Cuántas veces vemos esas divisiones, esas distinciones, entre los diversos grupos o movimientos dentro de una misma parroquia, e inclusive dentro de un mismo grupo o movimiento? ¿Cuántos celos entre feligreses porque alguien que “acaba de llegar” puede y hace algo igual o mejor que los que lo han venido haciendo hasta ahora, y pretendemos excluirlo porque “no es de los nuestros”? ¡Cuánto resentimiento, cuánto “chisme” porque el párroco, o el diácono, o el director del movimiento le encomendó a otro feligrés alguna tarea o función que “es mía”!

La respuesta de Jesús a Juan (y a nosotros) no se hace esperar: “No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro”. Si estamos actuando en nombre de Jesús, ¿cómo podemos estar en contra de que otros lo hagan? ¿Acaso pretendemos tener el monopolio de la persona y el nombre de Jesús?

A veces se nos olvida que el Espíritu reparte sus carismas según lo estima necesario para el funcionamiento de la Iglesia, que no es otra cosa que el pueblo santo de Dios reunido en su nombre. ¿Quiénes somos nosotros para dictar a quién o quiénes el Espíritu reparte sus carismas?

¡Ojalá todos tuvieran el carisma de profetizar, o de hablar en lenguas, o de interpretarlas, o de enseñar, o de la oración, o de hacer milagros, o de tantos otros múltiples carismas que el Espíritu pueda estimar necesarios para el buen funcionamiento del Cuerpo místico de Cristo!

Pidamos al Señor que derrame su Espíritu sobre toda su Santa Iglesia, y alegrémonos cuando veamos a nuestros hermanos desarrollar los carismas que ese Espíritu ha dado a cada cual y ponerlos al servicio del Pueblo de Dios.

Sin adelantar juicios que en este espacio limitado no podemos abordar, este pasaje también debe llevarnos a reflexionar sobre el papel de aquellas otras confesiones cristianas que con pleno convencimiento y de buena fe predican, en nombre de Jesús, el mensaje de la Buena Noticia del Reino. ¿Se lo vamos a impedir porque no son “de los nuestros? “…para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21).